Un guardia armado acompañó a Castellar por al escalera de mármol de la Casa Rosada. A esa hora las chicas vestidas de azafata ya se habían ido a su casa.
El guardia abrió la puerta de la oficina grande que daba a la plaza y Castellar asomó la cabeza. El lugar estaba oscuro y silencioso. Vio a Aguirre al costado sentado en un escritorio, iluminado por un velador metálico. La luz revelaba sólo la mitad de su cara y dejaba el resto librado a la penumbra.
Castellar ya había estado otras veces en aquella oficina y se había imaginado en ella, como anfitrión, muchas veces más. Pero nunca había imaginado entrar envuelto en las delirantes circunstancias que lo habían llevado hasta ahí. Tal vez por eso lo hizo resoplando y con paso lento, exponiendo su cansancio y fastidio.
- Permiso – dijo entredientes.
- Adelante... señor “Presidente electo” o algo así, jejejee – le espetó Aguirre sonriendo de una manera que Castellar encontró repugnante.
Se dejó caer pesado en la silla que lo esperaba frente al escritorio y miró al presidente lo más fijo que pudo.
- Mirá Aguirre, no vine ni a bancarme tus chistes ni a perder tiempo. Así que decime: ¿Qué querés?
- Caramba, vas directo como pija al culo.
No hubo una respuesta, ni una risa, ni un parpadeo, por lo que Aguirre hizo un gesto amargo.
- Siempre te faltó sentido del humor pendejo. Pero bueh... si querés que sea así, va a ser así.
Abrió un cajón, sacó una carpeta y la dejó caer pesadamente sobre el escritorio. Hubo un segundo de quietud total.
Castellar estiró la mano, tomó lentamente la carpeta, la abrió y empezó a examinar los papeles que contenía. Aguirre aprovechó el silencio para hablar en voz baja y segura.
- Yo ya puedo solucionar todo. Tengo al puto Congreso listo, un dictamen de la puta Corte listo... tengo todo para cortarla con esta forrada del tachero. Pero ese es el precio. Esas causas que estaban en el cajón... se tienen que quedar en el cajón.
Castellar respondió sin levantar la vista ni dejar de hojear papeles.
- Son todas en tu contra Aguirre.
Aguirre se echó para atrás en su silla tapizada y sonrió, probablemente con orgullo sincero, con orgullo de ladrón que sale impune.
- Se hace lo que se puede.
Castellar levantó la vista de los expedientes y lo miró con todo su odio, que en ese momento era bastante.