Nací bastarda.
Y en Astrea, eso es peor que nacer muerta.
Mis primeros recuerdos no son cálidos; son susurros.
“Sangre sucia”, “niña del error”, “no pertenece aquí”.
Lo decían incluso cuando creían que no entendía.
Spoiler: siempre entendí.
Nunca tuve un círculo.
Los hijos de nobles jugaban entre ellos.
Yo jugaba sola, o mejor dicho, intentaba existir sin molestar.
Como nadie me enseñó modales (¿para qué educar a la basura, no?), terminé siendo lo que ellos decían: brusca, impulsiva, explosiva.
Y se rieron de mí por ello.
Se burlaban porque no sabía cómo sentarme, cómo hablar, cómo comportarme.
Como si hubieran esperado que aprendiera etiqueta absorbiéndola del aire.
Y, por supuesto, estaba Selene. Mi hermana.
La perfecta.
La nacida dentro del matrimonio.
La querida.
Selene era la primera en señalar mis errores con una sonrisa pulida.
La primera en empujarme hacia los abismos sociales mientras fingía querer ayudarme.
Cada desplante mío, cada arranque de ira (justificado o no) ella lo convertía en prueba de que yo era la villana de la familia.
El monstruo.
El estorbo.
Se alimentaba de mi temperamento, lo manipulaba, lo exacerbaba…
y luego corría a llorar en brazos de mamá para mostrar lo “difícil” que yo era.
Y todos le creían.
Lo que no se esperaron..
Nadie vio venir la magia.
Mi afinidad con lo divino apareció temprano, brillante, indomable.
Y entonces, como por arte de hipocresía…
de pronto sí era útil.
Fue mi tío ¡el gran Obispo de la Llama Blanca! quien decidió entrenarme.
No por cariño, sino porque quería expiar sus pecados y culpa que sentía hacia mi.
Mientras sostenía al mismísimo Emperador con miedo a la muerte y dependencia de su poder divino.
Pero con él aprendí algo valioso:
Modales, educación, diplomacia, poder.
Me enseñó a caminar como noble, hablar como noble…
Y lo más importante:
me enseñó a devolver cada golpe sin ensuciarme las manos.
Me convertí en una mujer de sociedad.
Una genio en lo divino.
El Imperio me buscaba, me necesitaba, me alababa.
Y Selene ardía.
Oh, cómo ardía. Jajajaja.
Entonces llegó ella: La Santa.
La niña perfecta.
Seleccionada por los dioses.
La encarnación de la bondad pura.
O eso decía el teatro público.
En privado era otra historia.
La Santa estaba verde de celos.
Mi poder la eclipsaba.
Mi inteligencia la aplastaba.
Mi presencia la opacaba.
Así que empezó nuestro pequeño juego.
Ella fingía ser víctima.
Yo quedaba como agresora.
Ella sonreía dulce.
Yo respondía con sarcasmo.
Ella movía hilos mientras yo apenas intentaba sobrevivir entre intrigas y cuchillos disfrazados de cumplidos.
Mis humillaciones a los nobles que me despreciaban la ayudaban.
Cada vez que respondía a un desplante, cada vez que devolvía una burla con una frase hiriente…
La Santa lo usaba para pintarme como un demonio.
Y el Imperio hizo lo que siempre hace:
Creyó la versión más conveniente.
El príncipe heredero: mi guerra favorita
Nunca nos llevamos bien.
Él veía mis defectos y los amplificaba.
Yo veía su arrogancia y la desmantelaba.
Era mutuo.
Era constante.
Era inevitable.
Cada queja sobre mí llegaba a sus oídos, él la convertía en ley.
Cada vez que me defendían, él lo ignoraba convenientemente…
excepto cuando necesitaban mi magia.
Entonces sí, qué rápido se olvidaban de mis “errores”.
Hasta que un día… se cruzó mi límite.
Un punto de no retorno
Los nobles (“mis supuestos amigos”), venían manipulándome desde hacía años.
Promesas vacías.
Confianza falsa.
Consejos diseñados para que yo explotara en el peor momento posible.
Querían verme caer.
Y cuando finalmente lo hicieron… disfrutaron cada segundo.
El príncipe me castigo públicamente; una humillación que no merecía.
Las intrigas explotaron.
Me usaron, me provocaron, me empujaron a un callejón sin salida.
Y sí.
Estallé.
Intenté matar al príncipe.
No porque quisiera.
No por ambición.
Sino porque me empujaron al borde del abismo y, cuando caí, todos fingieron sorpresa.
Mi poder se desbordó.
El Imperio tembló.
Literalmente.
Los templos ardieron.
Los cielos se rasgaron.
Mi magia, descontrolada, casi destruyó Astrea.
Y entonces el Consejo decidió que era suficiente.
La cacería
Me declararon traidora.
Me hicieron pasar por un monstruo.
Sellaron documentos, inventaron crímenes, borraron mis servicios, mis sacrificios, mis victorias.
Me enviaron a cazar…
para cortarme la cabeza.
Y yo…
solo pensé:
“¿Cómo llegué aquí?
¿Cómo permití que me arrastraran tan lejos?”
Pero la verdad es simple:
Nunca vieron lo bueno de mí.
No quisieron.
No les convenía.
Solo esperaron el momento exacto para usar mis defectos como cadenas…
y mis virtudes como armas en mi contra.
Si llegaste aquí, gracias por darle una oportunidad a mi historia 🫧✨