—Aurelya... —fue lo último que escuche pronunciar de la boca de su Majestad.
La oscuridad no llegó de inmediato.
Primero vino el silencio.
El silencio denso, absoluto, que siguió al instante en que mi cabeza cayó y rodó por el mármol manchado de mi propia sangre. No hubo dolor. Sólo un vacío extraño, como si mi cuerpo se hubiese quedado muy lejos y yo flotara en algún punto donde el tiempo no avanzaba.
Luego, un latido.
No mío.
Un latido gigantesco que parecía provenir del centro del universo.
Y entonces todo se quebró.
Desperté suspendida en un espacio sin forma. Un horizonte de arenas plateadas se extendía bajo mis pies descalzos, moviéndose como si respiraran. Sobre mí, el cielo era una bóveda de relojes rotos cuya arena caía hacia arriba. Todo era paradoja. Todo era imposible.
—Aurelya Isolde D’Arsens —dijo una voz que no resonó en mis oídos, sino dentro de mi alma.
Me giré. O quizá el mundo giró por mí. A unos pasos, un hombre (si es que podía llamarse así) me observaba. Sus ojos contenían miles de amaneceres y atardeceres superpuestos, parpadeando a la vez. Su cabello se movía como filamentos de luz y sombra.
Eliom.
El Dios del Tiempo.
Lo sabía. Aunque jamás lo había visto, todas las fibras de mi ser reconocían al dueño del destino.
—Tu vida fue injusta —dijo él, caminando hacia mí, aunque sus pasos no dejaban huella—. Naciste marcada por un pecado que no cometiste. Te usaron. Te traicionaron. Y al final, te sacrificaron como si tu existencia fuese un error que debía corregirse.
Su voz era suave, pero cargada de siglos.
—Entonces… ¿mi muerte fue un desperdicio? —pregunté. Mi voz era apenas un suspiro.
—No —sus ojos brillaron—. Tu muerte fue una consecuencia. Una que otros provocaron. No tú.
Quise llorar. No pude. El tiempo no permitía lágrimas allí.
—Si fui inocente… ¿por qué no me salvaste? —quise reclamar, pero mi voz tembló como un niño abandonado.
Eliom alzó una mano, y el espacio se onduló alrededor de sus dedos.
—Los dioses no actuamos por capricho. Todo responde a equilibrios que no puedes comprender aún. Pero esta vez… esta vez intervendré.
Me miró con una gravedad que me hizo sentir desnuda hasta el alma.
—Quiero darte otra oportunidad. Un renacer. Un hilo nuevo en el telar del tiempo.
Mi corazón (si es que allí tenía uno) se agitó.
—¿Por qué yo?
Eliom inclinó la cabeza levemente, como observando mi esencia.
—Porque eres necesaria. Porque tu espíritu no fue quebrado como ellos quisieron. Porque en el futuro, un desastre se aproxima. Uno que podría romper el destino de una diosa… Solem.
El nombre resonó como un trueno.
La diosa del sol.
La misma a la que serví. La misma que me abandonó. ¿O fui yo quien nunca entendió?
—¿Y… qué tengo que hacer? —susurré.
Eliom extendió la mano hacia mí. Sus dedos parecían hechos de segundos que se derretían.
—Servirme. No como una esclava, sino como un faro. Necesito que vivas otra vez y que camines hacia un punto crítico del destino. Evitarás una tragedia que dañaría a Solem… una tragedia que haría caer al Imperio entero en una oscuridad de la que nunca despertaría.
—¿Salvar a Solem…? —sentí amargura en mi garganta— ¿Después de que ella me dejó morir?
Eliom me miró con algo que podría haber sido compasión… o una verdad demasiado profunda.
—No todo lo que crees fue lo que realmente ocurrió.
No todo lo que viste fue lo que realmente se decidió.
El tiempo no revela sus secretos a quienes aún viven.
Mi respiración se congeló.
—Aurelya —dijo, con una voz que sonó a decreto eterno—. ¿Aceptas renacer? ¿Aceptas llevar la carga que se te impondrá? ¿Aceptas ser mi instrumento para corregir lo que está por venir?
Las arenas plateadas comenzaron a elevarse, girando alrededor de mí como un remolino.
Pensé en mi vida.
En el dolor.
En la traición.
En las manos que me empujaron hacia la muerte.
Y pensé también en algo más pequeño, más frágil: la posibilidad de cambiarlo todo.
—Sí —dije. Mi voz no tembló esta vez— fgAcepto.
Eliom sonrió. O eso creí. El tiempo se fracturó en silencio.
—Entonces, regresa, hija caída del destino. Renace. Pero recuerda:
El tiempo da, el tiempo quita… y el tiempo siempre cobra.
La luz me envolvió.
Y mi historia empezó de nuevo.