El mundo estaba… detenido.
No metafóricamente.
Detenido de verdad.
Silencio absoluto, como si incluso los dioses contuvieran la respiración para ver qué haría en mi segundo intento de existir.
Y yo… sudaba.
Lo cual, considerando que acababa de regresar de la muerte por decapitación, ya era un insulto cósmico.
Todo olía demasiado perfecto: incienso purificado, sábanas sin traumas, madera antigua… y ese fondo intangible de tragedia acumulada.
Reconocería ese aroma en cualquier vida.
Me incorporé. O más bien, me arrastré torpemente hacia la consciencia, envuelta en una tela que raspaba como si hubiera sido tejida por monjas vengativas.
Mis brazos… cortos.
Mis piernas… diminutas.
Mi cuerpo entero… reducido.
No. No. No.
Extendí una mano.
Era pequeña. Tierna. Inútil.
Un puf infantil donde antes había habido dedos largos, afilados, capaces de sostener un báculo o una sentencia de muerte.
Toqué mi cuello.
Liso.
Perfecto.
Sin rastro del filo que me separó la cabeza del cuerpo.
El destino había hecho Ctrl+Z con devoción.
A trompicones, me levanté y caminé hacia el tocador. El espejo, un bronce viejo y cruel, no perdonó.
Una niña.
Cabello rubio revuelto, piel clara, ojos azules como un mar peligroso.
Yo, sí.
Pero versión pre-catástrofe, pre-juicio, pre-traición.
Pre-todo.
Me miré fijamente. Aquella pequeña tenía mi alma adulta detrás de los ojos. Y parecía estar juzgándome con sorna. Justo lo que me faltaba.
Pero el drama necesitaba interrumpirse. Siempre lo hace.
La puerta se abrió.
—¿Aurelya? —preguntó una voz cansada.
Thesner.
Mi clérigo. Padre improvisado. Testigo de mis desastres, y aun así, devoto a mi existencia.
—¡Estás despierta! —exclamó, con una mezcla de alivio y espanto— Tenías fiebre, dormiste casi dos días… Pensamos que Solem te estaba llamando.
Ja. Si supiera.
Corrí hacia él. Literalmente corrí. Mis piernitas hicieron lo que pudieron.
Me lancé a sus brazos sin pensar.
Un reflejo primitivo, supongo. Cuando renaces, necesitas… algo. A alguien.
Thesner me sostuvo como si yo fuese una reliquia frágil.
—Mírate… viva —dijo, temblando apenas.
Y lloré.
Pero lloré como nunca antes.
No lloré cuando me condenaron.
No lloré cuando la multitud aplaudió mi muerte.
Ni siquiera cuando sentí el filo.
Pero ahora sí.
Supongo que las lágrimas, como el tiempo, también tienen preferencias ridículas.
Él no entendió nada… y aun así me abrazó.
Y por un instante, bastó.
Cuando por fin me solté, con la dignidad digna de una rana inflada, mi estómago rugió como si guardara un dragón hambriento.
Thesner rió encantado.
—¿Quieres algo? ¿Agua? ¿Sopa?
—Todo —respondí, secándome la cara con la compostura de una princesa en miniatura—. ¡Me estoy muriendo!
De hambre, esta vez.
Volvió con una bandeja para diez personas.
Yo la devoré para once.
Sopa, pan con miel, galletas… todo desapareció.
—¡Está tan bueno! —lloré, con migajas pegadas a la cara— ¡No saben cuánto extrañé esto!
Thesner solo sonreía, como si el milagro fuese yo y no el banquete.
A veces los adultos no necesitan entender. Sólo necesitan estar.
Horas después, ya con el estómago lleno y el alma medio en shock, caminé por los pasillos del templo.
Mármol frío.
Ecos.
Incienso.
Fantasmas.
El lugar de siempre.
—Hacía falta tu voz, pequeña —dijo Thesner, sin mirarme— Este templo estaba muy callado sin ti.
En mi nueva escala infantil, tenía que alzar la cabeza para verle el rostro. Era ridículo, pero tierno.
Pasamos por una galería que daba al jardín interior. Entre flores bendecidas y pretensión botánica, una niña observaba una flor como si le estuviera evaluando el alma.
—¿Y esa? —pregunté.
—La hija del lechero. Viene mientras su padre entrega los tarros. No le gustan las cabras. Tiene carácter.
Me encantó inmediatamente.
Thesner la llamó.
—Myra. Esta es Aurelya. Aurelya, Myra. Sopórtense.
Gran presentación. Muy ceremonial.
Myra me examinó con los brazos cruzados, la expresión de quien decide si soy amiga o amenaza.
—¿Tú también te sientes presentada como una cabra bien peinada? —preguntó ella.
Solté una risa auténtica.
Y eso… eso era inesperado.
—Ven —le dije—. Te mostraré algo extraordinario. No suelo compartir mis secretos con cualquiera.
Nos escabullimos del templo como dos criminales miniatura.
Cruzamos el jardín, saltamos la muralla baja y llegamos al arroyo. El agua cantaba. Siempre canta.
A veces quisiera que dejara de hacerlo, porque me recuerda cosas.
—Myra —le dije— Estos peces nadan contra la corriente. Sin miedo. O sin cerebro. Probablemente ambas.
—¿Qué son?
—Aureliis calethar. Peces del alba. El nombre suena más elegante de lo que son.
—¿Puedo verlos de cerca?
Recité un susurro en una lengua olvidada.
El agua tembló.
Una esfera de líquido se elevó, conteniendo un pez dorado que brillaba como una promesa.
Myra abrió los ojos como si hubiera visto un milagro.
Técnicamente lo era.
—¿Puedo tocarlo?
Justo entonces, un ruido en los arbustos.
Un niño. Chismoso. Obvio.
Lo miré con autoridad sagrada.
—No digas nada —le advertí—. Sé convertir niños chismosos en sapos gordos. Muy gordos.
El niño desapareció como una rata en llamas.
Myra se rió tanto que casi se cae al río.
—Me agradas —dijo—. ¿Puedo volver mañana?
—Sí. Pero tráeme una palabra bonita.
Las palabras bonitas son esenciales. Para no rompernos.
—¿Una palabra?
—Una como calethar. O mirael. Palabras que suenan a magia… aunque no la tengan.
Ella sonrió.
Yo también.