Ya tenía una semana de mi despertar, pero no me dignaba todavía a pensar en más allá que en el ahora.
En el amanecer, el lago de Astrea brillaba como si Solem misma lo hubiera pulido con sus propias manos. Todo el Imperio parecía querer presumir: las nobles agitaban sus abanicos como armas de coquetería, los laúdes lloraban melodías dulces y las doncellas reían con esa risa falsa que uno ensaya cuando quiere caerle bien a la gente equivocada.
El Festival de la Cosecha Temprana había comenzado.
Y yo…
Bueno, yo vendía pan.
Sí. Pan.
Yo, la gran sacerdotisa decapitada en otra vida. Renacida ahora como una niña huérfana con harina en las uñas y un delantal que merecía ser quemado ritualmente.
Pero admito que vender pan tiene su encanto: nadie sospecha de una niña con una mesa humilde y ojos demasiado azules para pasar desapercibidos. Nadie salvo las arpías perfumadas.
—¿Este no era el lugar reservado a las ofrendas sagradas? —preguntó una voz dulce como veneno en copa de cristal.
Ah. Lady Bellaire. Un perfume caro dentro de un alma barata.
Levanté la vista. No sonreí. Con esa mujer no desperdiciaba sonrisas.
—El pan no sabe de títulos, mi señora. Solo de hambre —respondí.
Ella parpadeó. Adoro ese instante en el que la nobleza no sabe si ofenderse o fingir que no escuchó bien.
—¿No eres tú la huérfana del templo? Pobrecita —entonó como si estuviera hablando con una paloma herida— Qué duro debe ser no tener madre… ni apellido… ni modales.
Y qué duro debe ser tener lengua y usarla solo para lastimar, pensé.
—¿Cuánto por ese pan tan… rústico?
Le señalé uno.
—Ese es especial. Receta del cocinero del duque del Sur. Dicen que quien lo come fortalece el juicio. No se deja engañar por apariencias.
Lady Bellaire se tensó. Pobre mujer. Veneraba al duque Lucien casi tanto como veneraba su propio reflejo.
—¿Es verdad? —susurró.
—Tan verdad como que su hija solo come pan blanco —dije con toda la dulzura del sarcasmo.
La noble abrió y cerró la boca como un pez dorado. Terminó comprando tres panes al triple de su precio. Y se alejó intentando masticar sin atragantarse con su propia dignidad.
Suspiré.
Otro día, otra alma engañada por la magia milenaria del… márketing
Pero mi paz duró lo mismo que una mentira piadosa.
Una sombra se detuvo frente a mi mesa. La sombra que todos temían.
Thesner.
El clérigo del templo. Mi guardián. Mi carcelero. Mi tormento en esta vida… y en la anterior, aunque él jamás lo supo.
—Lo vi —sentenció.
Su voz siempre sonaba como si estuviera leyendo un listado de pecados, empezando por los míos.
Me apartó un mechón del cabello con dos dedos rígidos, como si temiera contaminarse.
—Las almas que se manchan con astucias mundanas se ennegrecen —declaró— Cuando Solem mire en ti, verá ceniza.
Incliné la cabeza. Por respeto. No por culpa.
Ya aprendí que agachar la mirada hace que la gente crea que ganó.
Pero justo entonces, la luz cambió.
No la luz del sol.
La luz del ambiente.
Astrea tiene una forma curiosa de anunciar a sus favoritos.
Los nobles se enderezaron, los guardias tensaron las mandíbulas y una comitiva avanzó abriendo paso como si cargara un tesoro vivo.
Yo ya sabía quién venía incluso antes de verlo.
Cassian Valeyre.
Heredero de Cyrine. Caminaba como si Solem lo hubiera bautizado para ser un poema andante. Alto, elegante, peligroso para las niñas tontas.
En mi otra vida fui una de esas.
En esta no.
—¿Aurelya? —dijo acercándose— ¿Hoy no me tocaba casarme contigo?
Varias doncellas rieron. Y sí, algunas nobles también. Nunca entendí por qué un noble jugando con una huérfana era gracioso. Quizá se reían porque no sabían llorar.
No me reí.
—Señor Cassian —dije con calma— ¿cree usted en las cosas que no se ven?
—¿Como las hadas?
—No —respondí con mi mejor voz de amenaza disfrazada— Como la muerte que camina en silencio.
Su sonrisa se deshizo. Siempre me gustó hacer eso: romper sonrisas demasiado seguras.
Me di la vuelta justo cuando un chillido familiar me taladró los oídos.
—¡AU-RE-LYAAAAA!
Era Myra, chapoteando en la orilla del lago como un patito descontrolado.
—¡Encontré una rana gigante! ¡Tiene verrugas igualitas a las de Thesner!
Tragué una carcajada. Thesner casi se atragantó con su propio aire.
Y yo…
Yo sonreí. Pequeñito. Casi invisible. Pero genuino.
Ese era mi mundo ahora.
Caos.
Pan.
Sarcasmo.
Y un destino que se iba acercando desde todos los frentes.
Menos mal que el príncipe Thelorius Lysander de Astrea aún no tenía idea de que existía.
La corte era una hoguera.
Y yo prefería seguir siendo la chispa oculta.
Por ahora.
El grito de Myra no fue un simple llamado. Fue un rugido de guerra infantil.
—¡¡AU-RE-LYAAAAA!! —bramó desde la orilla del lago como si hubiera descubierto un dragón bajo una piedra.
Cassian, que todavía intentaba recuperar su dignidad después de mi comentario sobre la muerte silenciosa, se volvió para mirar. Y Thesner… Thesner se tensó como si Myra fuera una blasfemia ambulante.
Yo ya sabía lo que venía. Myra sólo usaba ese tono cuando estaba:
A punto de causar un desastre.
En medio de un desastre.
O celebrando el desastre ya consumado.
Esta vez era la opción tres.
—¿Qué hiciste ahora…? —murmuré avanzando hacia ella.
La encontré chapoteando en la orilla, falda levantada hasta las rodillas, cabello empapado, y una sonrisa tan amplia que casi parecía peligrosa.
—¡AURELYA, MIRA! —gritó con orgullo mortal—. ¡¡ES LA RANA MÁS GIGANTE QUE HE VISTO EN MI VIDA!!
Y sí… era enorme.
Una cosa verde, gorda, brillante, con verrugas del tamaño de gemas baratas. Parecía más un hechizo fallido que un animal.