De Villana a emperatriz

Capítulo 4

El amanecer caía sobre el Templo de Solem como un velo dorado. El aire olía a pétalos secos, magia vieja y tierra mojada. Yo caminaba descalza sobre el pasto templado, con un pequeño saco de tela colgando de mi brazo. Dentro, los cristales respiraban luz.

—¿No te da miedo que exploten? —preguntó Myra, pegada a mí como siempre, con los ojos redondos de emoción. Ella era la definición viva de “imprudencia con piernas”.

—No explotan —respondí con paciencia— A menos que alguien los muerda.

Myra se alejó instantáneamente dos pasos.

—¿¡Quién los mordería!?

—Tú, probablemente —dije— por curiosidad.

Ella me hizo un puchero que casi la hace rodar colina abajo.

Me agaché junto a la raíz de un árbol antiguo, cuyas venas se entretejían como runas naturales sobre la corteza. Hice un hueco con mis manos pequeñas y coloqué el cristal, que emitió un susurro grave como un corazón despertando.

—¿Qué hacen exactamente? —Myra se inclinó tanto que casi se cayó dentro del hoyo.

—Son salvaguardas —expliqué, cubriéndolo con tierra— cuando se conectan entre sí, forman un círculo protector. Sirven para evitar que los monstruos se acerquen demasiado al templo.

—¿Como una pared invisible?

—Exacto. Una barrera mágica.

—¡Wooow! —abrió la boca como si hubiese descubierto un universo—. ¿Y si un monstruo muy feo intenta entrar? ¿Muy muy feo?

—La barrera lo quema —respondí serenamente.

—¿Lo quema cómo?

—Como cuando tiraste tu túnica al fuego “por accidente”.

Myra chilló.

—¡Fue un accidente real! ¡REAL!

Sonreí. Estaba tan viva. Tan ingenua. Tan… necesaria para que mi corazón no se rompiera bajo el peso de mis recuerdos.

Terminamos de enterrar el último cristal y nos dirigimos hacia el patio de entrenamiento, donde los guardias del Marqués Arvantis realizaban sus prácticas diarias. El eco metálico de espadas chocando llenaba el aire como campanas.

Myra iba saltando. Literalmente saltando.

—¡Vamos, Aure! ¡Si corremos quizás vemos cuándo tiran al suelo al capitán! ¡Dicen que hoy va a perder!

Ya conocía el rumor. Y conocía al motivo del rumor.

Cuando llegamos, los guardias formaban un semicírculo. En el centro, un muchacho de quince años sostenía su espada con una postura impecable. Su cabello negro con reflejos azulados estaba ligeramente desordenado, como si se negara a acomodarse para complacer a nadie. Sus ojos (azul acero) escaneaban cada movimiento del capitán con una frialdad que parecía juicio.

Caelum Arvantis.

El heredero del Marqués.
El prodigio de la espada.
El joven que, en mi otra vida, moriría aplastado por una columna al sostenerla con su cuerpo… solo para salvarme.

Mi respiración titubeó.

Él aún no me conocía. No sabía que existía. Y aun así, el destino ya lo había marcado por mi causa.

El capitán avanzó con fuerza, pero Caelum desvió el golpe con la precisión seca de alguien que no tenía tiempo para errores ajenos. Sus movimientos eran fluidos, calculados, impecables. No sonreía. Jamás lo hacía. No creía en la nobleza vacía ni en la cortesía fingida: lo único que respetaba era la fuerza… y el propósito.

—Ese chico da miedo —susurró Myra, escondiéndose detrás de mí, aunque yo medía medio palmo menos que ella.

—Es fuerte —corregí suavemente.

—¡Fuerte, sí! ¡Pero enojado con el mundo!

—No está enojado —dije— Está decepcionado.

Myra parpadeó.

—¿De qué?

—De los adultos —respondí, sabiendo demasiado bien lo que vendría en los años futuros— De cómo fallan cuando más importa.

Caelum ignoró por completo nuestra presencia. No por desprecio… sino porque, en su mente, aquello era irrelevante. Él vivía para entrenar, para mejorar, para no volverse parte de la masa inútil que tanto criticaba.

El capitán intentó un golpe en diagonal, pero Caelum giró sobre el talón, bloqueó, desarmó y dejó la espada del hombre en el suelo. El movimiento fue tan rápido que Myra se quedó con la boca abierta.

—¡¿YA GANÓ?! —gritó, haciendo que varios guardias la miraran.

Caelum también desvió la mirada hacia nosotras por un instante.

Un instante apenas.
Suficiente para que nuestros ojos se encontraran.

Mi corazón se detuvo.

En mis ojos, se vio reflejado el chico del futuro, cubierto de polvo, sosteniendo una columna a punto de derrumbarse, mirándome con esa misma firmeza que ahora. “Corre”, me había dicho con voz rota antes de que todo cayera sobre él.

Parpadeé. El pasado y el futuro se separaron de golpe.

Caelum apartó la mirada con indiferencia y volvió a su postura inicial como si nada.

Como si yo no lo hubiera visto morir ya una vez.

Myra tiró de mi túnica.

—¿Por qué lo miras así? ¡Pareces un búho!

—No lo miro así —respondí bajito.

—Sí lo miras así —insistió— Como cuando miraste al pastel desaparecido del comedor.

—Porque tú te lo comiste —dije.

—¡Fue un misterio trágico sin culpables!

Rodé los ojos.

Caelum empezó otro duelo. Nosotros observamos desde la distancia, yo con el corazón apretado, Myra con la emoción de siempre.

Cuando nos fuimos, Myra dijo:

—Oye… ¿crees que si lo saludo, me responde?

—No —dije sin dudar.

—¿Y si sonrío mucho?

—Menos.

—¿Y si—

—No te acerques —corté.

Myra puso otra vez un puchero.

—Eres mala conmigo… deberías compensarme con algo.

—¿Algo como qué?

Myra dio una vuelta sobre sí misma como si estuviera poseída por un espíritu del caos.

—¡COMIDA!

Sus gritos retumbaron en todo el templo.

Y así, con la misma imprudencia que siempre, Myra salió corriendo directo al comedor… resbaló con una piedra… y cayó de lleno en un arbusto que rugió.

Porque resultó no ser un arbusto.

Era un cerdito salvaje bebé.

Que empezó a correr detrás de ella como si le debiera dinero.

Yo suspiré. Profundamente.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.