De Villana a emperatriz

Capítulo 6

Fuego, Sangre y un Secreto Dorado /Parte 1

El templo ardía.

No con fuego (eso habría sido demasiado misericordioso) sino con oraciones quebradas, ahogadas, torpes. Intentos desesperados de clérigos sin fe, de campesinos sin esperanza, de nobles sin dignidad.

El sonido de los monstruos afuera se mezclaba con los sollozos dentro, como si el mundo entero respirara en espasmos. Y aquí estoy yo: ocho años, un báculo prestado, el alma de una anciana reencarnada, y unas ganas inmensas de golpear a todos para que se calmen.

El tercer día siempre es el peor.
Lo sabía cuando era gran sacerdotisa.
Lo sé ahora… aunque ahora me queda peor el uniforme.

Que ironía: en mi vida pasada, yo era la que enviaba bendiciones desde el templo. Ahora soy la niña que apenas llega a la altura de una mesa y a la que todos ignoran porque creen que solo estoy “jugando a ser clériga”.

Si supieran.

Los monstruos habían llegado al amanecer del primer día. Los oí rugir antes de que los guardias los vieran: una nube viva de garras, dientes y odio. Entraron a la villa como si alguien hubiese abierto la puerta y les ofreciera té.

Las calles ardieron.
Las casas se abrieron como frutas maduras.
Y la sangre… la sangre volvió a oler igual que en mi otra vida.

Pero el templo seguía en pie.
El único edificio que resistía.

A veces olvido que Myra y yo, siendo niñas, pusimos unos cristales de protección “por diversión”. Resultaron ser mejores que todo el ejército de la capital.

Los refugiados estaban apretados contra las paredes, contra el suelo, contra la idea de que todavía había un mañana. La carta que enviamos a la capital ya llevaba tres días en silencio. Hermoso. Nada dice “somos prescindibles” como la ausencia de un mensajero.

La Guardia de los Arvantis resistía, aunque el patriarca estuviera fuera en “asuntos oficiales”. La frase elegante de siempre para decir “lo mandaron lejos para que no estorbe”.

Los ataques golpeaban los muros del templo como tambores de guerra. Cada embestida hacía temblar el piso, como un recordatorio: la muerte está afuera, y viene por ustedes.

Myra se acercó, temblando de pies a cabeza. La conozco desde que tenía flequillo chueco y amor a los sapos. Cuando está nerviosa, frunce el ceño muy fuerte, como si quisiera morder el aire.

—A-Aure… —tragó saliva— No he encontrado a Leonide.

El mundo entero se detuvo.

Leonide.

Ese nombre es un fantasma enterrado en mi pecho. Un recuerdo que siempre duele en la misma forma, como un cuchillo viejo que ya aprendió a entrar sin resistencia.

En mi vida pasada… la niña moría hoy.
Sola.
Aplastada bajo escombros.
Esperando a unos padres que jamás volvieron.

Lo vi en mis visiones. Lo sentí. Lo lloré.
Y nunca pude salvarla.

No voy a permitirme repetir ese pecado.

—Me encargaré de encontrarla —dije antes de pensarlo.

Myra me agarró del brazo, pálida como cera.

—No puedes salir, Aurelya. Afuera es… es…

—Lo sé. —Le apreté los dedos— Quédate aquí. Vigila el templo. Cuida a los demás.
Yo volveré.

—Por favor… ten cuidado.

Oh, Myra. Si supieras que en otra vida fui un arma de destrucción masiva, te sentirías mejor.

O peor.

Tomé un báculo del santuario. Apenas lo toqué, la energía divina subió por mi brazo como un latido viejo que despertaba.

Salí.

El aire afuera sabía a hierro, a polvo y a miedo. Las calles estaban abiertas en bocados enormes. Cadáveres desparramados como juguetes rotos. Los monstruos buscaban entre los restos, arrancando puertas, olfateando cuerpos.

Uno me vio.
Levanté la mano.

—Perdatum.

Se hizo polvo.
No tenía tiempo para criaturas que ni siquiera recordaba haber odiado.

Mi poder renacido vibraba bajo la piel, impaciente, casi enojado. Como si dijera ¿dónde estabas?
Como si quisiera más.

Pero yo solo podía pensar en una niña escondida, con el miedo como único abrigo.

Leonide.
Mi tragedia repetida.
Mi error que no repetiré.

Llegué a la mansión Bellessence.

O lo que quedaba.

El portón estaba arrancado. La mitad de la fachada colapsada. Vidrios rotos como copos de invierno cubrían el suelo. Dentro… cuerpos. Sirvientes que habían intentado proteger a la niña. Unos abrazándose. Otros solos. Todos muertos.

Los muertos siempre me reciben primero.
Costumbre vieja.

Seguí avanzando hasta la puerta del sótano. Estaba astillada, golpeada, pero cerrada.

La niñera yacía a un lado, su rostro vuelto hacia mí, los ojos apagados. Me arrodillé.

—Descansa —susurré, tocando su frente.

Un resplandor dorado cubrió su piel un instante.
Cada muerte que bendigo pesa.
Cada una me recuerda quién fui.

Abrí el sótano con un sello.

—Aperi sanctum.

El olor a humedad, madera podrida y miedo me envolvió.

—A-Aurelya…?

Leonide estaba hecha un ovillo en un rincón. Sus ojos azules brillaban entre lágrimas. Su vestido estaba hecho jirones. Su pierna sangraba. Y entre sus brazos…

Un gato blanco.
No un gato normal.
Lo sentí. Miraba demasiado. Entendía demasiado.

Pero eso era para después.

—Pensé que nadie vendría —sollozó— Todos están muertos… todos…

Me acerqué. Me puse de rodillas frente a ella.

—Siempre vendré por ti —le dije, con una suavidad que no sabía que todavía tenía.

Puse mi mano sobre su herida. La luz dorada la envolvió. Su respiración se calmó. Sus temblores también.

—Yo sabía que tú… que tú eras especial —susurró.

Ay, niña.
No digas eso.
No se lo digas a la versión de mí que todavía cree que puede ser buena.

—Ven —le tendí la mano— No sueltes mi brazo sin que yo lo diga.

Ella asintió. El gato también.

Subimos.

Dos monstruos cayeron sobre mí en cuanto abrí la puerta del piso superior.




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