El pasillo estaba tan silencioso que pude escuchar cómo un niño estornudaba al otro extremo del templo. O quizá fue mi respiración detenida.
Caelum Arvantis no necesitaba anunciar su presencia: la llenaba.
No por tamaño.
No por arrogancia.
Sino por esa extraña mezcla entre nobleza nata y cansancio de guerrero prematuro.
Había sangre seca en su uniforme, un rasguño en la mejilla y el cabello ligeramente despeinado por el combate… pero aun así parecía salido de un retrato imperial.
Como si la batalla lo perfeccionara en lugar de ensuciarlo.
Sus ojos (grises, fríos, atentos) se clavaron directamente en mí.
Yo hice una reverencia.
Pequeña. Precisa. Irrefutable.
La que se hace cuando uno recuerda que es una “huérfana” hablando con un noble.
—Mi lord Arvantis —dije con voz controlada— me dijeron que requería mi presencia.
Vi, con la satisfacción de quien encuentra una grieta en una muralla, cómo él se sorprendía apenas. Muy apenas. Pero fue suficiente.
Sí, Caelum, sé comportarme mejor que muchas aristócratas.
Se acercó. Cada paso suyo hacía que los murmullos se apagaran. Incluso los guardias detrás de él enderezaron la postura, como si la disciplina brotara alrededor suyo de forma natural.
—Aurelya —dijo finalmente.
Mi nombre en su boca sonó como un veredicto.
No sé por qué.
—Quisiera hablar contigo —añadió— afuera.
Afuera.
Donde no tenía excusas ni testigos.
Donde no podía actuar como una niña temblorosa (papel que jamás me saldría bien).
Asentí, con la docilidad más elegante que pude fabricar.
—Por supuesto, mi lord.
Él me observó con un segundo de duda, como si hubiera esperado otra cosa. Curiosidad primero. Sospecha después.
Nos abrimos paso por el corredor. Las personas se apartaban para dejarlo pasar a él, claro, no a mí. Aunque algunos susurraban cosas como “esa niña siempre se mete en líos” o “ahora qué hizo con la gordita de trenzas”.
Ah, rumores. Un arte que nunca muere, ni siquiera en medio del apocalipsis.
Al llegar a la puerta principal del templo, Caelum siguió caminando.
Yo detrás.
Los guardias a una distancia prudente, aunque claramente listos para intervenir si yo… hacia algo. O algo así.
Cuando finalmente estuvimos fuera (entre ruinas humeantes, pedazos de madera chamuscada y la luz rojiza del atardecer) Caelum se detuvo y se giró hacia mí.
El viento le movió el cabello.
Claro. Como si la naturaleza misma quisiera hacerlo ver heroico.
—Aurelya —dijo, cruzando los brazos— quiero que me digas exactamente qué hiciste hoy.
Comencé con diplomacia:
—Mi lord, yo solo—
—No me mientas.
Ah.
Directo.
Preciso.
Fastidiosamente atractivo en su honestidad.
Su mirada se afiló.
—He visto clérigos adultos desmayarse por canalizar un refuerzo de área. Guerreros entrenados quedan exhaustos tras sostener una barrera ajena.
Y tú… —me señaló, incrédulo— caminabas como si hubieras terminado un rezo breve para desayunar.
Yo no respondí. No confiaba en mi cara.
—Y luego —continuó— activaste un artefacto que ningún niño debería siquiera tocar. Tu control del mana, tu postura, tu respiración… eso no se improvisa. Se entrena.
Sí, Caelum. Una década de entrenamiento. Y una muerte particularmente educativa.
—Mi lord… —dije con serenidad madura— solo tuve suerte.
Caelum frunció el ceño como si quisiera corregir toda mi existencia.
—No lo eres.
Hablas como alguien que ha vivido demasiado —cuestiona— Tienes más gracia que varias damas.
Y tu mirada… —bajó la voz— no parece la de una niña.
Un temblor helado me recorrió la columna.
Bien, Caelum. Sigue describiéndome como si estuvieras leyendo el prólogo de mi tragedia pasada
—¿Te han entrenado? —preguntó— ¿O alguien te enseñó a ocultar lo que sabes?
—Mi lord Arvantis —respondí con la cortesía impecable que solo un alma vieja puede sostener— entiendo que mis habilidades… llaman la atención. Pero no busco problemas. Solo quiero vivir tranquila.
Caelum soltó una risa suave, sin humor.
—No existe la tranquilidad para alguien como tú.
Oh, Caelum… si supieras cuán dolorosamente cierto era eso.
—Aurelya —siguió, ahora más bajo, casi íntimo— si sigues ocultando lo que eres, podrías dañarte. O dañar a otros.
Demasiado tarde. Ya lo hice. En otra vida. Con otra piel.
Me incliné, obediente.
—Agradezco su preocupación.
Él bajó la mirada un instante. No en rendición. En cálculo.
—No quiero controlarte —susurró—. Quiero entenderte.
Y eso… me descolocó por un segundo entero.
Porque en mi otra vida, nadie quiso entenderme.
Y ahora, él (él, que murió por mí) estaba vivo y curioso y demasiado observador.
—¿Puedo confiar en ti, Aurelya? —preguntó— ¿Puedo creer que no eres un peligro para esta gente?
Iba a responder.
Pero la tierra tembló.
Un trueno sin tormenta sacudió el aire, seguido de un resplandor blanco que rompió el horizonte.
Yo sabía exactamente qué era.
El poder de Theon.
El Obispo de la Llama Blanca.
Mi tío.
—Esto no ha terminado —dijo Caelum, dando un paso hacia mí.
—Lo sé, mi lord —respondí—. Las conversaciones importantes nunca terminan cuando el mundo insiste en caerse.
Otro trueno iluminó el cielo.
Y antes de que pudiera pensar en una excusa para irme, las trompetas imperiales sonaron.
No música.
Una sentencia.
Los templarios se movieron como hormigas heridas.
Afuera, el último choque de acero indicó que las criaturas estaban siendo pulverizadas por la Guardia Real.
Caelum inclinó la cabeza hacia mí. Su voz fue baja, seria, provocadora.
—Aurelya… no diré nada de lo que vi hoy. Pero tendrás que darme algo a cambio.
Una verdad.
No ahora.
Pero la quiero.