Fuego, Sangre y un Secreto Dorado /Parte 2
Regresamos hacia el templo por callejones que olían a humo, madera quemada y sangre vieja. Leonide caminaba pegada a mí, todavía sosteniendo al gato blanco como si fuera un talismán que la protegía del mundo.
No era un talismán.
Tampoco era un gato.
Pero supongo que nadie más que yo era capaz de notarlo.
Su aura era demasiado estable para ser la de un animal. Demasiado nítida, demasiado consciente. Las criaturas normales tienen almas pequeñas, como velas que parpadean. Esta era… redonda. Serena. Observadora. Y demasiado silenciosa.
Eso es peligroso.
Pero la niña lo necesitaba.
Y yo… yo no tenía derecho a quitarle lo único que le quedaba.
Cuando apareció la fachada del templo (alta, orgullosa, quemada en los bordes pero todavía intacta) sentí que mis hombros por fin bajaban un poco. El tercer día está lleno de tragedias, sí, pero también de milagros involuntarios. El templo era uno.
El guardia apostado afuera nos vio salir de la esquina y casi se le cae el alma del susto.
—¡Niñ…! —se detuvo al verme— Aurelya. ¿Dónde estabas?
—Recogiendo algo importante —respondí, señalando a Leonide.
Él abrió la boca para replicar, pero yo levanté el báculo.
Se calló.
A veces la autoridad no necesita tamaño: solo presencia.
Entramos.
El murmullo de más de cien personas casi me hizo doler los oídos. Gente sentada, recostada, tapándose heridas, llorando en silencio. Padres abrazando a hijos. Hijos mirando al vacío. Clérigos sosteniendo manos sin saber qué más hacer.
Y en el centro, de pie en un banco para verme apenas la cabeza…
Myra.
Tenía la expresión de alguien que estaba a punto de explotar en gritos o en lágrimas. O ambas.
Cuando me vio, soltó el aire tan fuerte que casi la oí romperse.
—¡Aurelya!
Saltó del banco, esquivó personas, y me abrazó como si no hubiese huesos que pudieran romperse.
—Pensé que… que…
—Estoy bien —mentí sin pudor—. Y mira a quién encontré.
Ella se quedó muda al ver a Leonide.
Porque Leonide Bellessence no era solo una niña noble: era la niña noble. La delicada, la protegida, la que siempre iba perfumada, la que no conocía el miedo… hasta ahora.
Myra la abrazó también. Con delicadeza. Y la niña se aferró a ella como si hubiera encontrado un pedazo de su casa.
El gato, por cierto, no hizo ningún sonido.
Solo observaba.
Analizándome.
Genial. Justo lo que me faltaba hoy: un espíritu incómodo que me mira como si supiera que me reencarné.
—Vengan —dije, señalando una de las salas laterales— hay algo que debo hablar con ustedes sin que nadie escuche.
Myra entendió.
Leonide dudó, abrazando más fuerte al gato.
Las puertas se cerraron detrás de nosotras. El ruido del templo quedó apagado como si lo hubiera tragado el aire. Este cuarto, antes de descanso para clérigos, tenía solo lo esencial: una cama, una mesa, dos sillas, un brasero apagado.
Leonide se sentó en el borde de la cama, el gato en sus piernas. Myra se mantuvo a mi lado, de pie, nerviosa.
Tomé aire.
—Lo que voy a decir ahora no sale de este cuarto —les advertí— Nunca. De nadie. Ni siquiera entre ustedes dos cuando crean que nadie escucha.
Lo guardan. Lo entierran. Lo olvidan si es necesario.
Myra tragó saliva.
Leonide abrazó más fuerte su gato.
El gato… ladeó la cabeza.
Perfecto.
Me crucé de brazos, bajé la voz.
—Ese gato no es un gato.
Myra abrió la boca.
Leonide abrió los ojos.
El gato parpadeó como si no esperara que lo señalara con tanta agresividad.
—¿Qué… qué es? —susurró Myra.
Me acerqué a Leonide y me incliné para quedar a su altura.
—No sé. Pero sí sé lo que no es: un animal normal. Tiene aura. Tiene presencia. Y tiene silencio. Las tres cosas juntas… nunca son casualidad.
Leonide tragó saliva, pero no se separó del animal.
—Él… él me protegió —murmuró— Cuando se metieron a la casa, cuando la niñera gritó… Él me llevó al sótano. Me empujó, ¿sabes? No como un gato, sino como… como alguien que sabía que yo tenía que esconderme.
Su voz se quebró.
Myra la tomó de la mano.
Yo respiré hondo.
—Leonide —le dije— Puedes quedártelo. Por ahora. No voy a quitarte algo que te salvó la vida. Pero nadie más debe saberlo.
¿Entiendes?
Nadie.
—Lo prometo —susurró.
Miré a Myra.
—Tú también.
—Lo juro —dijo sin dudarlo.
Bien.
El secreto del espíritu quedaba sellado entre nosotras tres. Y yo, que había sido una sacerdotisa acusada de brujería, sabía mejor que nadie que ciertos secretos, cuando son tan brillantes, pueden quemar imperios enteros.
—Aure… —Myra me miró fijamente— Allá afuera… hiciste cosas que… que nadie puede hacer.
Y no lo dices.
Y nadie lo ve.
Y tú solo…
—Se interrumpió, con los ojos vidriosos—
¿No tienes miedo?
Miedo.
Qué concepto más inútil para alguien que murió entre aplausos.
—No tengo tiempo para tener miedo —respondí.
Y era verdad.
Pero sí tenía otra cosa: presión.
Porque cuando salimos a la calle, no estábamos solas.
Un guardia se acercó corriendo, con la respiración entrecortada.
—¡Aurelya! ¡Los Arvantis…! Quieren verte.
Ah.
Por supuesto.
Porque el milagro en la calle (la luz dorada, la defensa, la curación masiva) no había pasado desapercibido.
Y entre esos guardias…
Estaba él.
Caelum Arvantis.
Mirándome como si ya hubiera descubierto que no soy la niña que todos creen que soy.
Me giré hacia Myra y Leonide.
—No digan nada —les repetí— Ni del gato. Ni de mis hechizos. Ni de cómo las traje.
Solo respiren.
Y manténganse cerca.
Abrí la puerta del cuarto.
Y allí, al otro lado del pasillo lleno de refugiados, estaba Caelum, de pie, con el cabello revuelto, el uniforme lleno de sangre seca y esa expresión tan peligrosa en los ojos: