De Villana a emperatriz

Capítulo 9

Y cuando la figura cruzó el umbral, envuelta en luz y olor a ceniza purificada, recordé un dolor tan antiguo que casi no lo reconocí como mío.

Theon de la Llama Blanca.
Obispo. Paladín del Emperador. El hombre cuyos rezos podían incendiar ejércitos.
Mi tío.
Hermano de la madre que nunca llegué a conocer.

En esta vida, debía verlo más tarde. Tenía tiempo.
O eso creí.

Theon avanzó. Sus pasos eran suaves para alguien cuyo cuerpo estaba hecho para la guerra: atlético, firme, pero con una belleza peligrosa, casi angelical. Su presencia imponía más que cualquier monstruo que acabábamos de derrotar.

Sus ojos (plateados, como metal al sol) se clavaron en mí.

—Pequeña… ¿sabes quién soy?

Mis modales surgieron solos, como si mi cuerpo recordara antes que mi mente.

Incliné la cabeza.

—Thesner me habló de usted, señor.

Eso era todo lo que debía decir.
Lo que podía decir.

Theon sonrió con suavidad. Una sonrisa que cualquiera llamaría tierna. Yo sabía la verdad: en esa suavidad vivían tempestades.

—¿Te sientes bien? —preguntó, examinando mi rostro como si buscara grietas.

—Me siento perfectamente —respondí. Y era verdad. A medias.

Conversaciones triviales siguieron. Preguntas simples. Respuestas medidas.

Pero mi mente…
Mi mente retrocedió años.

A una niña llorando en sus piernas.
A mí.

En mi vida pasada, lloré.
Desesperada, suplicándole que me sacara del templo.
Todos se burlaban de mí:
por huérfana,
por indigna,
por no tener apellido,
por no saber “comportarme como una señorita”.

Recuerdo mis manos pequeñas aferrando su ropa, mis sollozos empapándole el manto.

“Tío, sáqueme de aquí… por favor… no quiero que se rían más…”

Fue esa súplica la que lo llevó a ponerme bajo el resguardo de mi padre.
Y ese cambio de destino, aunque salvó mi dignidad, abrió la puerta a mi caída futura.

Volver al presente fue como emerger de un lago helado.

Theon me observaba de arriba a abajo. No con cariño. No con sospecha.
Con… cálculo.

Sentí un leve hormigueo en mis dedos.

Mi poder, agolpándose.
Mi instinto, ocultándolo.

Pero Theon…
Oh, Theon veía demasiado.

Porque conocía esa luz en el alma.
Y reconocía el pequeño defecto, ese destello mínimo que ocurre cuando un poder como el mío intenta fingir normalidad.

Nuestros ojos se cruzaron.

Lo había notado.

Y yo también noté que él lo sabía.

Así que, con un suspiro (discreto, elegante) dejé que una parte mínima de mi luz se filtrara.

Apenas una chispa.

Suficiente para que los ojos de Theon se ensancharan. No con miedo.
Con reverencia.

—Increíble… —susurró, más para sí que para mí.

—No quiero ser sacerdotisa —dije en voz baja, anticipando su siguiente pregunta.

—Ah —murmuró él, pensativo— Quizá… quizá quieras ser como las demás señoritas.

No respondí.
La verdad era mucho más oscura.

—Acompáñame —ordenó al fin.

Salimos juntos del templo. Caelum quedó atrás, mirándonos como si quisiera seguir… pero sin atreverse.

El pueblo era un cementerio abierto.

Guardias reales cargaban cuerpos de monstruos para incinerarlos; retiraban escamas, colmillos y restos útiles para los alquimistas.
Pero los aldeanos…
Los aldeanos yacían alineados, cada uno cubierto con una manta áspera.

Theon se detuvo junto a ellos.

—Aurelya… ¿sabes qué sucede después de la muerte?

Lo miré en silencio.

—El cuerpo se queda aquí —explicó él, con voz solemne— pero el alma emprende un viaje hacia el Reino de Solem. Un año completo de travesía, a través de mares de luz que pueden devorar al desprotegido.

Conocía esa leyenda.
Todos la conocíamos.

—Para cruzar esos mares —continuó— necesitan una moneda. No de oro… sino de bendición.
La bendición de un sacerdote.
Sin ella… se convierten en espíritus en vela. Errantes. Olvidados.

Luego me miró. Muy serio.

—Aurelya. Quiero que me ayudes a darles ese pasaje. Que no queden atrapados entre mundos.

No era una petición.
Era una orden.
Una prueba.

Me acerqué a los cuerpos.
Me arrodillé con gracia perfecta (una postura imposible para una niña de mi edad, pero natural para mí).

Y recé.

Pero no como una sacerdotisa.
No como una niña.

Recé como la que alguna vez fui.

Palabras antiguas. Prohibidas. Hermosas.
La oración que solo los altos sacerdotes podían pronunciar.

La luz respondió.

Y el cielo se iluminó con miles de luces doradas que ascendieron como luciérnagas divinas, cada una llevando un alma consigo.

Un susurro colectivo pareció llenar el aire.
Una despedida.
Un agradecimiento.

Theon no habló.
No respiró.
No se movió.

Pero lo sentí.

Su temor reverente.

Su certeza absoluta.

Su convicción final:

Yo no era una niña común.
Ni una sacerdotisa común.

Y entendí que mi camino, desde ese instante, sería vigilado. Evaluado. Controlado.




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