De Villana a emperatriz

Capítulo 11

El carruaje se detuvo frente al feudo del barón D’Arsens.

La mansión tenía esa clase de belleza pretenciosa que solo poseen las casas construidas por hombres desesperados por parecer más de lo que son. Columnas de mármol excesivas, jardines recortados al milímetro y una fuente que escupía agua con la misma elegancia de un noble borracho.

Salí del carruaje sola.

El conductor ni siquiera me ofreció la mano.
Una niña de seis años bajando como pudiera, mientras los guardias miraban hacia otro lado.

Bienvenida a casa, supongo.

Apenas mis pies tocaron el suelo, escuché el primer murmullo, dicha por uno de los sirvientes:

—Así que esta es la bastarda…

No me miró directamente.
Como si yo fuera un pecado que daba mala suerte ver de frente.

Y entonces apareció ella.

La baronesa.

Impecable, perfumada, con un vestido azul tan ajustado como su paciencia. Sus ojos me recorrieron con un desprecio tan frío que casi podía sentirlo en la piel.

—Dime que esto es una broma —soltó sin saludar— ¿Esto… esta criatura… es lo que trajiste?

El barón, mi padre biológico, caminó hacia delante. No para defenderme, sino para evitar un escándalo.

—Es mi hija —dijo.

La baronesa no se inmutó.

—No, lo que es, es la prueba viviente de tu infidelidad —escupió— Te dije que no quería a esa bastarda respirando el mismo aire que mis hijos.

Mi corazón dio un salto pequeño, casi invisible.
No por la palabra, esa ya la conocía.
Sino por la frialdad con la que la dijo.
Como si describiera un objeto defectuoso.

El barón respondió con voz cortante:

—No es tu decisión.

Ella apretó los labios… pero sonrió.
Una sonrisa fina, venenosa.

—Oh, claro… —susurró— Solo espero que no muerda a nadie.

Morder, como si yo fuera un animal salvaje.

Detrás de ella estaban mis medios hermanos.

Selene, hermosa, vestida de rosa y con una expresión de absoluta repulsión.
Veridan, mayor, altivo, con ojos que parecían calcular cada una de mis debilidades.

Selene dio un paso adelante.

—¿De verdad tenemos que aceptar esto como hermana? —dijo con voz melosa, pero llena de veneno— Papá, ¿no te da vergüenza? Las tomas a mi madre con esto que haces.

Veridan añadió, sin un ápice de piedad:

—Hubiera sido mejor que la dejaran donde estaba. Al menos los templos saben dónde poner a la basura.

Varias personas rieron.
Risas de familia.

"Familia".

Mi familia.

Mi barón solo murmuró:

—Aurelya se queda. Y más les vale acostumbrarse.

A nadie le gustó la orden, pero todos la acataron a regañadientes.
No por respeto hacia él… sino por el qué dirán.

Un criado se adelantó para guiarme a mi habitación.
No me ofreció la mano.
Ni sonrió.
Solo dijo:

—Sígame.

Mientras caminábamos por el pasillo, escuché claramente lo que no se molestaron en ocultar:

—Pobre la baronesa…
—Qué vergüenza para los hijos legítimos…
—Que la mantengan lejos… qué miedo esos ojos…
—Dicen que los niños del templo están… dañados.

Respiré hondo.

No respondí.

El silencio, una vez más, era mi mejor armadura.

Subimos escaleras interminables y pasillos llenos de retratos de gente que seguro también me odiaría si estuviera viva. Al final, el criado abrió la puerta.

—Esta es su habitación.

Entré.

El cuarto era grande, sí.
Pero frío.
Tan frío que parecía más un calabozo disfrazado de dormitorio.

No juguetes.
No decoración.
No nada.

Solo una cama, un escritorio y paredes silenciosas que parecían juzgarme.

Caminé hasta la ventana.

La capital brillaba allá afuera, enorme y viva.

Y yo… recordé el templo.
Recordé a Myra, a Leonide, a Snowball robando pan.
Recordé que allí, aunque fueran pobres… al menos no me miraban como si fuera una plaga.

Aquí, en cambio…

Aquí yo era una intrusa.

Un error.

Un recordatorio del pecado de un barón obsesionado con el poder.

Mi reflejo en el cristal tenía ojos azules con destellos dorados.
Ojos que todos temían…
Pero que, un día, serían mi mayor arma.

Por ahora, debía sobrevivir.
Callar.

---

4 años después...

En la mansión del barón D'Arsen, yo tenía permitido salir.

Pero no por la entrada principal, esa estaba reservada para quienes contaban como personas.

Mi camino era siempre el mismo:
un pasillo estrecho que olía a cebolla y cera derretida,
las escaleras de piedra que usaban los sirvientes,
la puerta de madera que daba al callejón trasero.

La puerta del Servicio.

Un nombre muy conveniente para encerrar todo lo que esta familia pensaba de mí.

Pero a mí me convenía más.

Por allí podía desaparecer sin ser vista.
Mezclarme con la gente común.
Escuchar conversaciones sin que me reconocieran.
Leer periódicos sin miedo a burlas.
Aprender.

Mientras Selene gastaba tiempo jugando a ser princesa en los salones,
yo escuchaba a mercaderes discutir sobre los impuestos que asfixiaban las rutas comerciales.
Oía rumores sobre la salud del Emperador.
Tomaba notas mentales cuando los soldados hablaban de movimientos irregulares en las fronteras.

Era conocimiento puro.
Información cruda.
Material para sobrevivir cuando llegara el futuro que el Dios del Tiempo me advirtió.

Y cuando regresaba, siempre por la puerta trasera, los guardias apenas levantaban la mirada.

—La bastarda volvió —murmuraban.

Perfecto.
Que sigan creyéndolo.

Cada tarde me sentaba en la biblioteca secundaria, la que usaban los sirvientes cultos o los hijos ilegítimos que nadie reconocía.

Las estanterías no eran de lujo, pero los libros eran suficientes para lo que necesitaba:




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