El día había empezado con gritos.
En la mansión D’Arsens, eso significaba que el clima estaba… estable.
Una sinfonía cotidiana de histeria reprimida y frustración burguesa.
Yo solo iba pasando frente al salón principal cuando escuché la voz de mi madrastra.
Una voz dulce, culta, perfectamente educada… hasta que se enfadaba, momento en el que alcanzaba notas que podían quebrar vidrio:
—¡Helion, no puedes permitir que esa niña vaya al castillo! ¡Es una vergüenza para la familia!
Me detuve.
Un espectáculo así era mucho más entretenido que mis libros de comercio exterior.
El barón (mi querido padre) respondió con ese tono profundo que creía imponente, pero que a mí siempre me sonó a ganso angustiado:
—¡Como crees tu que la voy a enviar al castillo! ¡Nadie debe enterarse de que tengo una hija bastarda!
Qué tierno.
Dice “hija” como si se tragara espinas.
La baronesa golpeó el suelo con su abanico, indignada:
—¡¿Y si alguien la reconoce?! ¡¿Si preguntan por ella?! ¡Seríamos el hazmerreír del condado!
Helion bufó con dramatismo:
—¡No permitiré que deshonren mi nombre! ¡Si esa niña aparece en el castillo, creerán que no tengo control sobre mi hogar!
Yo rodé los ojos.
No por tristeza.
Por aburrimiento.
El inigualable Barón Helion D’Arsens.
Hombre temible en su imaginación.
Conquistador de absolutamente nada.
Padre por descuido.
Valiente… cuando grita a una niña.
Tragué una risa y me alejé en silencio.
Aquello no merecía mi atención, pero sí alimentaba mi humor.
El jardín estaba silencioso, salvo por Selene Valerys D’Arsens recostada bajo un rosal.
Ella, con su vestido perfecto, su cabello ordenado, su rostro angelical… y su alma del tamaño de una avellana agria.
Me vio y sonrió.
Ese tipo de sonrisa que uno ve en cuadros de demonios disfrazados de querubines.
—Oh. Si es la pequeña mancha familiar —dijo con voz cantarina.
Maravillosa.
Selene siempre sabía cómo iluminar mis mañanas.
—¿Te escabulliste a escuchar a mis padres? —preguntó con falsa inocencia— Seguro te emocionaste creyendo que te iban a dejar ir al castillo…
Yo me senté en la banca como una dama en una pintura antigua, cruzando los tobillos.
—Bueno, gritaron palabras como “vergüenza”, “deshonra”, “arruinar mi reputación”... así que sí, creo que capté la esencia del mensaje.
Selene parpadeó, ofendida de que no llorara.
—No lo entiendes —insistió, poniéndose de pie con la barbilla en alto— Tú… no deberías existir. Mi padre cometió un error, pero tú eres la consecuencia. Una bastarda. Una sangre sucia.
Qué creatividad.
Debe cansarse mucho pensando insultos tan… básicos.
Yo asentí lentamente, mirando sus trenzas perfectas.
—Sí, bueno. Cada familia tiene sus pecados. El mío soy yo, el tuyo es… —la observé de arriba a abajo— tu personalidad.
Selene se atragantó con su propia saliva.
La pobre.
Continuó, empeñada en lastimarme porque así era como encontraba sentido a su breve existencia:
—Si fueras más bonita, tal vez papá no querría esconderte. Pero ni eso tienes. No llamas la atención. Eres… olvidable.
Me llevé una mano al pecho.
—Oh, Selene, agradezco tu preocupación por mi apariencia.
De verdad.
Especialmente viniendo de alguien que necesita tres capas de polvo para parecer viva cada mañana.
Ella siseó:
—La princesa imperial jamás querría verte. Jamás. Nunca te dejarían entrar al castillo.
Yo incliné la cabeza, angelical.
—Quizá tengas razón.
(O quizá no, pequeña rosa venenosa.)
(O quizá incluso el príncipe acabe viéndome antes que a ti.)
Selene dio media vuelta con un chasquido orgulloso y se marchó moviendo sus faldas como si caminara hacia un escenario.
La observé alejarse.
Respiré hondo.
La carta reposaba entre mis manos como si fuera un objeto maldito.
“Se convoca a TODAS las hijas nobles, legítimas e ilegítimas,
reconocidas por su padre o con derecho de sangre,
a presentarse en Palacio
para la Fiesta del Té de la Princesa Imperial Aristeia.”
Me quedé mirándola durante un largo rato.
Todas.
Incluidas las ilegítimas.
Incluidas… yo.
Qué adorablemente sospechoso.
Una Fiesta del Té donde el 90% de las asistentes son niñas que han pasado la vida entrenadas para no manchar el mantel con una gota de mermelada… y ahora invitan a nosotras, las manchas genealógicas.
Sí, claro.
Completamente normal.
Algo estaba muy, muy mal.
Y mi mente volvió a la visión de tres noches atrás, enviada por Eliom, dios del tiempo:
El Imperio de Astrea reducido a tierra yerma.
El cielo abierto en grietas profundas por donde caían criaturas deformes, los Olvidados.
Las bestias de Nheros desmembrando torres, devorando templos.
El sol apagado bajo un manto de ceniza mientras los ángeles luchaban, cada vez menos, sobre campos donde ya nada crecía.
La voz de Eliom retumbando en mis oídos:
“Evítalo.
O todo volverá a repetirse.”
Y yo, nueve años, tamaño miniatura, pero con suficiente pasado para saber que no estaba exagerando.
Suspiré y guardé la carta.
La Fiesta del Té no era una fiesta.
Era una pieza del rompecabezas.
Mientras caminaba hacia la biblioteca del distrito, mis pensamientos divagaron hacia mis amigas de años atras.
Leonide.
Había oído que se volvió la joya del círculo social.
Querida, halagada, admirada.
Al menos en esta vida, parecía feliz.
Myra…
Mi pecho dolió un poco.