Sentados en un restaurante.
Caelum seguía mirándome como si tratara de reconstruir todos los años perdidos a partir de mis facciones. Y eso, francamente, era un problema.
Porque yo tenía doce años.
Doce.
Y aun así mi estómago decidió comportarse como si tuviera quince y un cerebro nuevo hecho de hormonas idiotas.
«Perfecto, Aurelya. Muy digno de una ex–gran sacerdotisa que vio morir imperios. Deja que un par de ojos bonitos te derritan las neuronas.»
Intenté recomponerme.
Caelum inclinó un poco la cabeza.
—¿Cómo te ha ido todo este tiempo? —preguntó con suavidad, que en él sonaba casi como un rugido contenido.
Yo respiré, traté de sonar normal.
—Pues… normal.
Sí.
Brillante, Aurelya. Una respuesta digna de una roca.
Pero su cercanía me estaba afectando más de lo que admitía.
Caelum entrecerró los ojos, analizando mis palabras como si fueran un enigma mal planteado.
—Thesner me dijo que estabas viviendo bajo el cuidado de una familia noble —comentó— Pero no mencionó cuál.
Su mirada descendió lentamente.
No con intención impropia, sino evaluadora.
Fría.
Clínica.
Aun así, sentí que mi garganta se secaba.
—¿Están escasos de dinero? —preguntó al fin, señalando mi vestido sencillo— No esperaba verte… tan austeramente.
Qué elegante manera de decir “pareces huérfana”.
Yo sonreí. Una sonrisa educada, dulce… y venenosa.
—Es normal cuando se es bastarda —respondí, como quien comenta el clima— La inversión en mí no es prioridad.
Caelum dejó de respirar por un segundo.
Pude verlo.
Ese instante donde comprendió el peso real de la palabra.
El estigma.
La carga.
Sus ojos, siempre de acero, se suavizaron apenas. Pero ese leve cambio era enorme en él.
—Ya veo… —dijo, pero su voz había bajado. Más grave. Más tensa.
Carraspeó, como si necesitara volver a la seriedad habitual.
—La princesa Aristeia organizará una fiesta del té —explicó— Se requiere la presencia de todas las señoritas nobles del imperio.
Mis manos se apretaron involuntariamente.
—No me dejarán ir —murmuré— Consideran que… mostrarme sería una burla hacia mi padre. No quieren que se rían de él por tener… lo que soy.
Caelum se enderezó.
Hubo un destello afilado en su mirada.
—¿Quién es tu padre?
Respiré hondo.
—El barón D’Arsen —respondí, sin temblar.
Caelum me examinó de nuevo. Esta vez más lento. Más atento.
Sus ojos pasaron por mis facciones como si buscara pruebas vivientes.
Y entonces, murmuró con un tono tan bajo que me recorrió la columna:
—Si fueras hija mía… yo te ocultaría también.
—¿Eh? —se me escapó, más agudo de lo que quería.
Su mirada bajó a mis mejillas, que ardían.
Y yo me quería lanzar por una ventana.
—Te ocultaría —continuó él, implacable— para evitar que alguien más se fijara en ti.
Mis orejas estaban incandescentes.
Eliom debería venir a regañarme. O a rearmar mis paredes mentales.
Caelum desvió la mirada, como si no hubiera dicho nada indebido.
—¿Quieres acompañarme a tu mansión? —preguntó de forma tan natural que casi me caigo otra vez.
—¿A mi… mansión? —ladeé la cabeza con la inocencia más estratégica del mundo— ¿Para… qué?
No lo dije, pero lo pensé:
Por favor, Caelum, explícame, porque mi cerebro adolescente temporal está entrando en paro ceremonial.
Caelum dio un paso hacia mí.
Y con su voz profunda, seria, firme de soldado acostumbrado a dar órdenes, dijo:
—Para hablar con quien sea necesario.
Para que te dejen ir.
La brisa entre nosotros no se movió.
Ni un pájaro cantó.
Era como si el universo contuviera el aliento.
Caelum Arvantis.
A los veintiún años.
Dispuesto a desafiar a un barón por mí.
Mi corazón dio un latido torpe y yo me maldije en todos los idiomas sagrados que recordaba de mi vida anterior.
Caelum caminaba un paso delante de mí, recto como una lanza recién forjada, silencioso como si el mundo entero le debiera respeto. Yo también iba en silencio… aunque no precisamente por solemnidad.
Era porque mi estómago estaba haciendo cosas raras.
No mariposas románticas, no.
Más bien murciélagos entrenando acrobacias aéreas.
Ridículo. Absurdo. Impropio.
Yo tenía doce años y la mente de alguien que había muerto con autoridad, dignidad y un cuchillo en la mano. No debía sentir nada ante un espadachín altísimo y serio que además caminaba muy bonito.
Me maldije a mí misma en silencio.
No era justo.
—¿Te ocurre algo? —preguntó él sin mirarme, pero sin perder detalle tampoco.
—No —respondí rápido. Ridículamente rápido.
Fantástico, Aurelya, ahora pareces culpable de asesinato.
Nos acercábamos a la mansión D'Arsens (mi hogar) cuando él redujo el paso. Y ahí, justo ahí, pasó algo que me apretó la garganta.
Uno de los sirvientes de la puerta lo vio, palideció como si hubiera visto a la mismísima Emperatriz entrar a caballo y gritó:
—¡Abran paso! ¡El duque de Arvantis está de visita!
Yo parpadeé.
¿El… duque?
Caelum ni se inmutó. Como si le hubieran dicho “buen día” y no “te ascendieron al máximo rango noble después del príncipe heredero”.
Ah.
Cierto.
Habían pasado tres años desde la muerte de su padre…
Y Caelum Arvantis, el niño serio que había protegido el cuerpo de un cadáver (el mío, en otra vida), ahora era un prodigio militar con más méritos que sentido del humor.
Supongo que si te dedicas a matar monstruos y ganar guerras exprés, te premian con un ducado.
Cuando entramos por el pasillo principal, escuché pasos apresurados bajando las escaleras.
El Barón Helión D’Arsens (mi padre biológico) venía prácticamente corriendo. Casi podía ver cómo su dignidad se caía por los escalones.