No puedo tener veinte crisis a los doce años.
Dentro, Caelum continuó, siempre tranquilo:
—En mi última visita al templo me informaron que Aurelya había sido adoptada por una familia noble, pero no especificaron cuál. Me pareció extraño.
El barón casi suda sangre.
—¡Oh, ya veo…! —dijo él con su sonrisa más diplomáticamente forzada— Sí, bueno, ya sabe cómo son los sacerdotes… tan reservados…
“Reservados”, dijo.
JA.
Yo me tapé la boca para no reírme.
Mi hermanastro me dio un codazo porque me moví.
Caelum siguió hablando:
—Me pareció necesario verificar personalmente. Después de todo, Aurelya estuvo involucrada en un incidente delicado, y pensé que sería prudente asegurarnos de que estuviera en un entorno adecuado.
Selene se llevó la mano al pecho.
—¡Claro, claro! Nosotros siempre procuramos lo mejor para ella, su eminencia. ¡Siempre!
Yo rodé los ojos.
La mujer que me hacía copiar textos hasta que la muñeca me ardía ahora era la encarnación misma del amor maternal.
Qué conveniente.
—Agradezco escuchar eso —dijo Caelum.
Y entonces lo escuché mover la silla.
Se puso de pie.
El barón también.
Yo también.
—Me gustaría hablar con Aurelya —dijo él, como si anunciara la cosa más normal del mundo.
Y ahí lo supe:
tenía que huir antes de que me descubrieran espiando.
Hice una señal de retirada estratégica.
Mi hermano comprendió y retrocedió.
Selene también… no Selene no, ella estaba adentro. El que retrocedió fue su hijo.
Y yo…
Yo giré y corrí por el pasillo como si la Diosa misma me estuviera persiguiendo.
Llegué al patio interno justo a tiempo.
Me acomodé el cabello.
Me sacudí la túnica.
Intenté arreglar mi respiración para no parecer una fugitiva.
Y entonces escuché sus pasos acercándose.
Ta.
Ta.
Ta.
Marcha firme, segura, reconocible.
Caelum Arvantis era una tormenta silenciosa.
Y ahí estaba, en la entrada del patio, mirándome desde arriba como si nada lo sorprendiera jamás.
—Aurelya —saludó con un leve gesto de cabeza.
—Caelum —respondí yo, demasiado tranquila para lo que de verdad sentía.
Él me examinó con esos ojos azul oscuro, seriísimos, que parecían diseccionar almas.
Yo quería desaparecer.
—¿Estabas escuchando detrás de la puerta? —preguntó sin rodeos.
…
…
Todo mi cuerpo quería morirse en ese instante, pero mi cerebro (bendito y maldito) reaccionó antes que yo.
—No —mentí sin vergüenza—
Estaba… eh… pasando por ahí. Muy casualmente. Tan casual que es casi aburrido.
Él levantó una ceja.
Estaba seguro de que mentía.
Pero no dijo nada.
Solo suspiró.
—Así que el barón D’Arsens —murmuró, acercándose un paso más— No esperaba que fuera tu familia adoptiva.
—No quisiera que fuera —respondí, encogiéndome de hombros— Pero así funciona la vida. Una es bastarda, y pum: destino raro.
Un músculo le tembló en la mandíbula.
—No deberías llamarte así.
—¿Por qué no? —reí, ligera—. Es la verdad.
Él bajó la mirada hacia mí.
Lenta.
Profunda.
Como si cargara un peso que no quería decir.
—Si fueras mi hija —dijo con voz tan baja que casi no lo escuché— no te ocultaría por vergüenza.
Mi cerebro dejó de funcionar.
Mi respiración dejó de existir.
Y mi rostro se calentó a un nivel ofensivo.
¡YO NO ESTABA PREPARADA PARA ESO!
—Yo— yo no— ¿qué tiene que ver eso…?
Me hice un lío con las palabras.
Yo.
Aurelya.
Ex Gran Sacerdotisa.
Derrotada por una frase.
Él desvió la mirada, como si hubiera dicho algo que no tenía intención de decir tan… directo.
—En fin —continuó, recuperando su compostura perfecta—
Vine para proponerte algo.
Yo tragué saliva.
—¿Qué… cosa?
Él avanzó un paso.
Y otro.
Quedó tan cerca que casi podía contarle las pestañas.
—Acompáñame a la mansión Arvantis. Quiero mostrarte algo… y hablar contigo sin interrupciones.
Mi corazón se cayó al piso.
¿Acompañarlo?
¿Sola?
¿A su mansión?
¿YO?
Mi cerebro se prendió fuego.
Pero el exterior… el exterior fue impecable.
Incliné la cabeza hacia un lado.
—¿Habrá comida?
Él parpadeó.
Creo que no esperaba esa pregunta.
—Sí —respondió finalmente— Habrá comida.
—Acepto —dije sin dignidad.
Cuando Caelum y yo regresamos del patio hacia el vestíbulo, el barón y mi madrastra ya nos esperaban, rígidos como estatuas que rezaban para que nada se saliera de control.
Él se detuvo frente a ellos, impecable, sereno, casi intimidante por naturaleza.
—Agradezco su hospitalidad —dijo con una leve inclinación— Y agradezco que la señorita Aurelya pueda acompañarme por esta tarde.
Mi madrastra sonrió tan forzada que pareció que se le iba a partir la cara.
—¡Por supuesto, duque Arvantis! Lo que su excelencia necesite…
El barón asintió como un muñeco movido por una fuerza superior.
Y entonces Caelum dejó caer la frase que los mandó al purgatorio sin derecho a apelación:
—Espero verla en la Fiesta del Té de la princesa Aristeia.
Un silencio pesado.
Humedad emocional.
Pánico espiritual.
Los dos tragaron saliva.
Yo internamente aplaudí.
El barón intentó recuperar dignidad:
—C-claro… su eminencia… si esas son sus deseos…
“Deseos”, dijo.
JA. Si supieran que Caelum no pide: ordena por presencia.
Caelum les ofreció una última reverencia suave.
—Mi carruaje nos espera.
Mi madrastra abrió los ojos como si hubiera visto a la Diosa bajar del cielo.
El barón casi se cae de espaldas.
Yo parpadeé.
¿Perdón?
Mi alma dio tres saltos, un mortal hacia atrás y aterrizó con torpeza.