De Villana a emperatriz

Capítulo 15

La puerta principal se abrió con un chirrido suave, casi ceremonioso, y el mundo exterior me golpeó con luz y aire fresco.

Y con un carruaje negro, impecable y enorme esperándonos frente a la escalinata.

Yo me quedé quieta.

¿Perdón?

¿En qué momento lo mandó llamar?
¿En qué segundo exacto, entre “buenas tardes” y “vamos”, dio la orden?
Porque yo no vi nada. Ni un gesto. Ni una señal. Ni un parpadeo sospechoso.

Caelum Arvantis era un hombre peligrosamente astuto.

Lo vi ladeando la cabeza, tranquilo, evaluando el carruaje como quien observa algo que simplemente obedece.

Y yo… yo sentí esa punzada ridícula en el pecho.
Esa que aparece cada vez que alguien es amable conmigo.
Esa que convierte cualquier gesto en un terremoto emocional, porque nadie, jamás, había apostado por mí. Además de Myra y Leonide.

Pero esta vida era diferente.
Esta vez iba a la Fiesta del Té de la princesa.
Una que en mi vida pasada nunca ocurrió.
Nunca tuve el rango, ni la oportunidad, ni la invitación de ir a una reunión social hasta después que me convertí sacerdotisa.

¿Qué hice ahora para cambiar las líneas del destino?

Subí al carruaje detrás de Caelum, mis dedos apretando la tela de mi túnica.

Él se acomodó en el asiento frente a mí y, contra toda ley divina y humana…

Sonrió.

Yo sentí un escalofrío.

—Su excelencia… —tragué saliva— me da miedo cuando hace eso.

Una sonrisa. De Caelum Arvantis.
Era como ver a una montaña pestañear: antinatural, alarmante, y probablemente señal de desastre.

—¿Te da miedo? —repitió él, casi divertido.

—Nunca lo había visto sonreír… —admití, muy seria— Al menos, no así.

Él apoyó un codo en el reposabrazos, la mirada fija en mí con esa intensidad que podía cortar acero.

—Después de hablar unas cosas —dijo, sin rodeos— resolveremos tu situación.

Mi qué.

Ladeé la cabeza, confusa.

—¿Mi… situación, su excelencia?

Él no respondió de inmediato. Sus ojos eran demasiado, demasiado azules. Como metal. O hielo.
Mirarlo directamente era difícil, incómodo, casi vergonzoso, así que desvié la vista hacia la ventana.

El paisaje pasaba rápido. O yo estaba nerviosa. O ambas.

El carruaje se detuvo, eventualmente, ante la entrada de la Mansión Arvantis.

Y ahí…
Ahí sí que me quedé sin palabras.

Columnas blancas, altas como gigantes silenciosos.
Vitrales que parecían capturar luz y convertirla en orgullo.
Jardines podados con precisión militar.
Escaleras amplias, perfectas.
Unos siete ¿o doce? sirvientes perfectamente alineados en formación.

El aire mismo olía a nobleza cara.

Caelum descendió primero, y apenas puso pie en el suelo, todos los criados se inclinaron al unísono.

—Bienvenido de regreso, su excelencia —dijeron en coro.

Yo parpadeé.

¿Siempre vivía así?
¿No se agotaba de tanta reverencia?
¿O él era la reverencia hecha persona?

Un guardia se acercó rápido, discreto, y murmuró algo en su oído.

El rostro de Caelum no cambió.
Pero su mirada sí se volvió un toque más fría.

Asintió una sola vez.

Luego se giró hacia un hombre mayor, de cabello blanco cuidadosamente peinado: el mayordomo.

—Llévala a la sala de té celeste —ordenó, su voz más cortante que antes— Dile que la veré en unos minutos.

El mayordomo inclinó la cabeza.

—Por supuesto, su excelencia.

Caelum me dirigió una última mirada, seria, firme, absolutamente inescrutable.

—Espera por mí. No tardaré.

Yo solo asentí.

Porque algo en su tono…
Algo en esa frialdad súbita…
Me hizo entender que lo que fuera que iba a resolver… no era trivial.

El mayordomo extendió un brazo invitándome a seguirlo.

Y mientras caminaba detrás de él, rodeada de mármol, oro y silencio, solo pude pensar una cosa:

Esta vida…
definitivamente había tomado un camino muy distinto al anterior.

El mayordomo caminaba delante de mí con paso tan silencioso que parecía deslizarse. Cada vez que pasábamos por un pasillo, otro sirviente hacía una reverencia. Incluso los guardias detenían su respiración.

Yo, mientras tanto, trataba de no tropezar con mis pies de niña y morir ahí mismo. Sería un final vergonzoso.

Finalmente, el mayordomo abrió una puerta doble decorada con flores talladas en marfil.

—La sala de té celeste —anunció.

Entré.

Y me quedé… pasmada.

La habitación no era grande, pero estaba hecha para impresionar: paredes azul pálido con molduras doradas, cortinas de seda que caían como cascadas, una mesa redonda de mármol blanco y un par de sillones acolchados que parecían hechos para que los ángeles tomaran té.

Las ventanas daban al jardín interior, donde flores blancas estaban alineadas con un nivel de disciplina que solo podía venir de jardineros desesperados por no fallar.

El mayordomo se inclinó.

—Su excelencia estará con usted en unos minutos. Si desea algo, por favor indíquelo.

Yo asentí, y él salió, cerrando la puerta con un susurro.

Silencio.

Respiré hondo y avancé hacia la mesa. Había un pequeño arreglo floral: lilias celestes, flores que normalmente solo veía en ceremonias importantes del templo.

Me acerqué a una de las paredes, donde un enorme tapiz mostraba un árbol dorado extendiendo sus ramas como si sostuviera el cielo.

«Sí, muy humilde todo», pensé.

Me dejé caer en uno de los sillones. Mis pies no tocaban el suelo.

Apreté mis manos sobre mi regazo.

Y ahí, por primera vez desde que salí de la mansión D’Arsens, pude pensar con calma.

La fiesta del té.
Un evento que en mi vida pasada jamás ocurrió.

¿Cuál de mis decisiones abrió esta ruta?
¿Rescatar a Leonide? ¿Intervenir en aquel ritual? ¿O simplemente existir con más terquedad que antes?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.