a.
Lo.
Se detuvo frente a mí sin molestarse en sentarse. Claro. ¿Para qué? Los muebles eran para los mortales.
—Aurelya —dijo, su voz grave llenando la sala sin levantarla— Necesitamos hablar de política.
Fantástico.
No había dormido, tenía la cabeza llena de visiones de un futuro distópico y ahora política imperial.
Doce años por fuera, setenta por dentro.
Maravilloso equilibrio.
Me acomodé, fingiendo que no era la criatura más bajita del salón.
—El príncipe heredero —continuó— enfrenta una disputa con su hermano menor, hijo de la emperatriz regente.
Ah.
Política. Sangre. Traición.
Mi tipo de nostalgia.
—La corte se ha dividido en dos facciones —siguió— Los que apoyan al primer príncipe y los que desean que el segundo príncipe tome el trono cuando el emperador muera.
—Los problemas en las fronteras empeoran esa división —comenté antes de pensarlo— Y Tismeria sigue retrasando tratados por conflictos en sus rutas marítimas.
El silencio que siguió fue… pesado.
Caelum me miró.
No de forma infantil, ni condescendiente.
No. Me miró como si viera una pieza de ajedrez que no esperaba encontrar en el tablero.
Un reconocimiento frío, medido… y peligroso.
Desvié la mirada.
Porque sostener esos ojos azules, afilados como acero templado, era una imprudencia emocional.
En mi mente, sin embargo, iba muy lejos.
En la vida pasada, el segundo príncipe ascendió… y yo ayudé. A los dieciséis ya manipulaba medias cortes. El Imperio ardió un año entero hasta que Theleryus lo aplastó todo con sangre y estrategia. Y ahí estuve yo… empapada en ambas.
Mi estómago se tensó.
¿Por qué estoy sentada aquí, frente al mismo hombre que antes solo conocí… demasiado tarde?
—Entonces —dije finalmente— ¿para qué estoy aquí, su excelencia?
Caelum avanzó unos pasos.
No hizo ruido.
Los depredadores tampoco lo hacen.
—Porque —dijo con esa firmeza que parece cincelada en piedra— ha llegado el momento de cobrar el favor que me debe desde hace años.
Mis cejas subieron.
Un favor.
De hace años.
A un hombre que en esta vida apenas había visto dos veces.
Maravilloso.
Bienvenida a la economía del karma.
Alcé la barbilla.
—¿Qué necesita entonces de mí, su excelencia duque de Arvantis, gran Lord de Lores?
Y entonces sucedió.
Caelum sonrió.
No una sonrisa cálida.
No.
Una curva mínima en el borde del hielo. Una grieta luminosa en un glacial.
Me quedé helada.
—Que me acompañe a una misión —dijo— Una en la que necesito los poderes divinos de una sacerdotisa de primer nivel.
Sostenerle la mirada fue imposible.
Era como intentar mirar directamente el filo de una espada.
—No puedo arriesgar mi posición actual —dije hacia la ventana— para meterme en el centro de atención sin una razón de peso… y personal.
—Mantendré en secreto que es una sacerdotisa.
—¿Y cómo piensa ocultar eso?
—Tengo mis métodos —respondió como quien comenta que tiene un abrigo extra.
Lo peor era que sonaba creíble.
Y eso me preocupaba más.
—¿Qué ganas con esto? —pregunté.
Se acercó.
Demasiado.
—El poder de poner y quitar personas del poder. De convertirme en alguien indispensable. La figura más fuerte del Imperio.
Lo miré largo y tendido.
—Ah, sí. Un dictador.
Y allí, ante mis ojos…
Caelum se rió.
Risa baja, corta, contenida.
Una risa que parecía haberse escapado por accidente.
—No lo diría así.
—Yo sí.
—Lo noté.
Suspiré.
—Aceptaré solo...si me ayuda a encontrar a Myra, la niña de colegas, quien estaba conmigo.
Asintió.
Sin negociar.
Sin dudar.
—Hecho.
Un pacto sellado con una sola palabra.
Luego su expresión volvió a la normalidad.
El hielo regresó.
—Ahora, otro asunto. Le asignaré dos damas de compañía. Las atenderán y yo cubriré los gastos.
—No es necesario. Nadie sabe que soy hija de mi padre.
—Pues lo sabrán pronto —respondió, con esa tranquilidad que a otros les cuesta toda una vida entrenar— Y no permitiré que sigan diciendo que está sola. Los rumores me son indiferentes. Su bienestar, no.
Mi corazón dio un salto extraño.
—Además —añadió— le enviaré vestidos. Su armario es… inaceptable.
—¿Inaceptable?
—Terriblemente.
Lo miré con dignidad ofendida.
O eso intenté.
Difícil defenderse cuando el hombre mide casi dos metros y tiene la presencia de una tormenta educada.
—Muy bien —dije finalmente— Acepto.
Caelum inclinó la cabeza, satisfecho.
—Comenzamos mañana. Prepárese.
Y así, el destino volvió a enredarnos.
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Caelum me mandó de vuelta en su carruaje personal.
“No puedo escoltarla hoy —dijo— tengo asuntos que resolver.”
Traducción: cosas demasiado importantes como para cargar con una niña que ve más de lo que debería.
Me enviaron dos damas de compañía.
Una era humana —alta, silenciosa, con el pelo recogido en un moño tan firme que podría servir de arma blanca.
La otra era… una chinchilla.
Sí. Una chinchilla.
Una Qimera, para ser exactos.
Una criatura cambiaformas de orejas largas, ojos enormes y pelaje plateado.
Su nombre: Lyria.
Un nombre demasiado elegante para un animalito que cabía en mis dos manos.
Aunque cuando habló mentalmente, con la voz de una anciana que había visto civilizaciones caer, entendí el contraste.
—Tengo cien años, niña —dijo moviendo los bigotes con dignidad— Estoy aquí porque mi amo Caelum lo pidió.
¿Qué cosa no tiene Caelum? ¿Y en qué parte exacta dejó el manual para ser perfecto?
Decidí no formular la pregunta en voz alta. Tenía dignidad… mínima, pero dignidad al fin.
Cuando el carruaje se detuvo frente a la mansión D’Arsens, ambas puertas se abrieron.
Un subordinado del duque anunció, con la teatralidad de un heraldo en plena coronación: