Cuando tenía diez años, la maestra nos pidió que escribiéramos una carta sobre qué queríamos ser de mayores.
Todos hablaban de médicos, pintores, astronautas…
Yo escribí: “Quiero ser niño”.
No entendía bien por qué lo sentía así, pero era mi verdad más profunda. Un deseo sencillo que, para mí, lo significaba todo.
Pero la realidad fue otra
En el colegio, ser diferente no pasaba desapercibido.
Había miradas, risas, burlas. Me juzgaban por no llevar vestido ni faldas, por no maquillarme ni pintarme las uñas.
Ser trans no era algo que la gente entendiera.
Y yo solo quería que me dejaran ser.
Desde primaria se metían conmigo, y yo no entendía por qué.
Quería entrar al baño de chicos, pero los maestros no me dejaban.
Todo era un infierno.
Pero el verdadero infierno empezó en secundaria.
Pensaba que la ESO sería un lugar libre, donde uno podía ser uno mismo sin miedo a ser juzgado. Pero no fue así.
Lo recuerdo perfectamente
El primer día de clase.
Y que te llamen por tu nombre.
Un nombre con el que no te identificas.
Cada vez que lo escuchaba, era como si una espina se clavara lentamente en mi pecho.
No tenía a nadie con quien hablar. Me sentía... solo.
Un día, de camino a casa, unos compañeros comenzaron a seguirme.
Yo no me había dado cuenta de que estaban tras de mí.
Empecé a oír pasos. Cada vez más cerca.
Mi respiración se aceleraba.
Cuanto más cerca estaba de mi casa, más lejos sentía que estaba de mí mismo.
Hasta que lo escuché:
— Machorra
Salí corriendo sin mirar atrás. Con el corazón desbocado, como si mi vida dependiera de cada zancada.
Subí las escaleras de dos en dos, abrí la puerta de casa y la cerré de un portazo.
El silencio se hizo.
Me apoyé en ella con la espalda y me dejé caer poco a poco hasta quedar sentado en el suelo, con las rodillas pegadas al pecho.
Y lloré.
Lloré como si al soltar cada lágrima pudiera arrancarme todo el dolor.
Como si romperme por dentro fuera la única forma de seguir adelante.
A veces, ser quien eres duele más de lo que debería.