El dolor cada vez se hacía más intenso.
No sé cuánto tiempo estuve tirado en el suelo.
Tal vez minutos, pero esos minutos se me hicieron horas.
Me quité el trapo de los ojos como pude, con los brazos temblando y el cuerpo pegado al suelo
Como si ese gesto pesara más que mil palabras.
Hasta que los escuché a lo lejos.
— ¡Nico! —dijo una de las profesoras, aproximándose rápidamente hacia mí.
Era mi maestra de lengua, Victoria.
La quiero como si fuera mi madre.
Intenté incorporarme como pude, con la mano todavía puesta en la barriga.
Notaba la cara hinchada,
los labios partidos,
la vergüenza clavada en la piel como una espina.
Quería desaparecer.
— Tranquilo, ya estoy aquí —dijo Victoria, de rodillas a mi lado— Respira hondo. ¿Puedes hablar?
Asentí con la cabeza.
Las palabras no salían.
Solo ese nudo en la garganta, cada vez más apretado.
Otros profesores corrían por el patio.
Algunos chicos miraban desde lejos, mientras los agresores
se dispersaban como ratas entre la multitud.
— Vamos a llevarte a la enfermería, ¿vale? —me dijo, con la voz temblorosa pero firme.
Me ayudó a ponerme en pie.
Cada paso dolía.
Cada mirada clavada en mí era un puñal más.
Quería que el suelo me tragara.
Desaparecer.
Como si nunca hubiera estado ahí.
El camino a la enfermería se me hizo eterno
Como atravesar un túnel sin luz, sabiendo que al final tampoco habría salida.
Al llegar a la enfermería me sentía observado.
Todos preguntaban qué me había pasado.
Pero no quería hablar de ello.
Sentía vergüenza. Me sentía inferior.
Hasta que esa frase rompió el silencio:
— Nico, necesito que te quites la camiseta… Necesito saber si tienes alguna lesión en las costillas o en la espalda —dijo la enfermera, mirándome con suavidad.
Me quedé quieto.
La habitación se volvió más fría, más pequeña.
El dolor ya no estaba solo en la barriga o en la cara: se extendía por todo mi cuerpo, por dentro.
No era solo quitarme una prenda.
Era desnudar algo que nadie debería cuestionar.
Porque lo que tengo en el pecho no dice quién soy.
Porque mostrarlo, aunque sea por necesidad médica, es como abrir una herida que llevo años intentando cerrar.
Porque aún me cuesta mirarme al espejo.
Porque aún hay días en los que ni yo logro creerme.
Pero me miró con respeto.
Sin prisa. Sin presión.
Y eso me dio valor.
Asentí, despacio.
Me quité la camiseta con las manos temblorosas, sin mirar a nadie.
No por vergüenza de mi cuerpo.
Sino por miedo a que, al verlo, dejaran de verme a mí.
Sentí como mil miradas se clavaban en mí.
Solo quería que acabara rápido.
No quería que... por el simple hecho de quitarme la camiseta,
dejaran de verme chico,
dejaran de verme yo,
dejaran de verme Nico.
Porque sigo siendo yo, con o sin camiseta.
Con o sin cicatrices, con o sin pecho plano.
Soy más que eso.
Y aunque a veces me cueste creerlo…
lo soy.
El cuerpo me temblaba.
Y no por vergüenza,
sino por el qué dirán.
La enfermera me miró a los ojos mientras se quitaba los guantes y los tiraba a la basura.
— Gracias por confiar en mí, Nico. Sé que no ha sido fácil para ti… que te has sentido vulnerable. —hizo una pausa— Pero sigues siendo Nico. Con o sin camiseta.
Sus palabras me hicieron soltar las lágrimas.
No me juzgó.
No me hizo preguntas incómodas.
Solo… me dejó ser.
Pasaron unos pocos segundos, y las lágrimas comenzaron a deslizarse por mis mejillas.
No solo por todo lo que había pasado, sino porque, por primera vez en mucho tiempo, sentía que alguien me aceptaba, sin juzgarme
—Nico —comenzó a decir la enfermera, preocupada—, voy a llamar a tu madre para que venga a recogerte. Necesitas descansar —finalizó, mirándome a los ojos y acariciando mi mano con suavidad.
Yo simplemente asentí.
Salí de la enfermería y me senté en el banco que había enfrente.
Las risas aún se escuchaban… o tal vez era mi mente, repitiéndolas
una y otra vez como un disco rayado.
Como una playlist infinita de burlas y humillaciones.
Mi madre tardó muy poco en llegar
La vi aparecer por la puerta del instituto, aparcando el coche a toda velocidad
Llegó con el ceño fruncido y el bolso colgando de un solo hombro
Cuando sus ojos me encontraron, su expresión se quebró.
—Ay, Nico… —murmuró, agachándose a mi altura.
Sus brazos me envolvieron sin hacerme daño, como si supiera exactamente dónde no tocar.
Me dejó apoyarme en ella. Me sostuvo, como siempre había hecho.
El trayecto a casa fue en silencio.
No por frialdad, sino por respeto.
Puso su mano en mi rodilla mientras conducía, en un gesto suave y constante, como si dijera: “Estoy aquí. Cuando quieras hablar, cuando puedas.”
Al llegar, no encendimos la televisión, ni siquiera preguntó si tenía hambre.
Me ayudó a tumbarme en la cama de mi habitación.
Me quitó los zapatos y me puso una manta encima con esa ternura que solo tienen las madres cuando todo se rompe.
Se sentó en el borde de la cama y me acarició el pelo.
—Descansa, mi vida. Estoy aquí. —susurró, y se quedó un momento más antes de dejarme solo.
Yo me quedé en silencio, mirando el techo.
Sentía el cuerpo molido, la garganta cerrada y el pecho encogido.
Miré el móvil.
El nombre de Vega brillaba entre las notificaciones.
Dudé otra vez.
Y, finalmente, la llamé.
Blip Blip
Ese sonido constante, repetitivo, como un eco en el pecho.
Esa incertidumbre de no saber si lo cogerá o no.
Como si cada tono durara una vida entera.
Justo cuando pensaba colgar…
—¿Nico?
Su voz.
Vega.
Y, por un momento, todo dolía un poco menos.