La luz del sol se colaba por las rendijas de la ventana.
El sonido de la brisa me recorría por las mejillas.
Me incorporé en la cama y me quité las lagañas, aún encostradas en los ojos.
Me levanté de la cama sin prisa.
Me puse la primera camiseta que pillé y bajé a hacerme el desayuno.
Mientras me calentaba el vaso de leche, escuchaba pasos acelerados en la parte superior de la casa, como si alguien tuviera prisa.
A los pocos minutos, mi madre bajó rápidamente por las escaleras.
—Es hoy —decía, mientras bajaba a toda velocidad con el calendario en la mano.
Llegó a la cocina casi sin aliento, como si quisiera absorber medio planeta.
Me analizó y frunció el ceño.
—¿Aún estás así, Nico? Vas a llegar tarde tu primer día —dijo, metiéndome prisa.
—¿Qué día es hoy? —pregunté desconcertado.
Ella se llevó las manos a la cabeza y negó.
Me dio el calendario y mi mirada se quedó leyendo una y otra vez el mismo día:
Lunes 13 de septiembre.
La leí una y otra vez, hasta que mi mente la asimiló.
Era real... Era el día.
Alcé la vista del calendario y vi la hora: las 7:15 de la mañana.
Vale, empezamos a las 8:15, aún tenía tiempo.
Volví al vaso de leche como si nada, aunque ya se le había formado esa capa fea por encima. La removí con la cuchara.
Mi madre seguía mirándome, metiéndome prisa con una mirada, porque esa mirada decía:
"No puedo hacerlo por ti, pero quiero que te salga bien."
—Nico, espabila —dijo mientras se ataba el moño con una goma del pelo que había encontrado en su muñeca.
—Ya voy —respondí, aunque ni siquiera sabía por dónde empezar.
Tomé un par de sorbos, me puse unas tostadas en el plato sin hambre, y subí a mi cuarto.
En el espejo del pasillo me vi la cara hinchada, ojerosa.
Un chico recién despertado.
Un chico.
Me quedé mirando la ropa como si nunca antes hubiera vestido. Ya había elegido lo que me pondría, pero igual quería comprobarlo una vez más. Como si esa camiseta fuera un escudo. Como si ese pantalón pudiera asegurarme que nadie dudaría.
Respiré hondo.
Hoy es el día, pensé.
Y voy a ser yo.
Aunque tiemble un poco.
Cogí todo lo necesario y bajé las escaleras.
Mi madre había dejado la puerta abierta de la casa.
Salí, y efectivamente, me estaba esperando en el coche.
Cerré la puerta y avancé unos pocos metros.
Era una sensación extraña.
Había pasado muy poco tiempo en esa casa... pero le había cogido cariño.
Abrí la puerta del coche, y mi madre me preguntó:
—¿Estás nervioso? —dijo ella, mientras cerraba, arrancaba y cambiaba de marcha.
—Bastante —me quedé callado unos segundos y continué—. Mamá, tengo miedo. ¿Y si no me han cambiado el nombre en la lista? ¿Y si no me ven como un chico de verdad? ¿Y si no hago amigos? ¿Y si vuelve a pasar lo que pasó en el anterior centro? —Confesé con la voz rota.
—Nico, yo también tengo miedo, pero nadie sabe qué pasará. Lo que sí sé es que tengo un hijo valiente, que eligió ser él mismo pese a las miradas y los comentarios. Si alguien no lo valora, entonces no merece tenerte a su lado —dijo, sonriéndome con los ojos húmedos.
No dije nada... Sólo la abracé fuerte, porque sabía que no la iba a volver a ver hasta que terminase el curso, y eso me rompía aún más.
Se separó de mí, y continuó:
—Solo prométeme una cosa, Nico —dijo secándose las lágrimas—. Prométeme que, si yo no estoy, sabrás arreglártelas, defenderte y sacar la fuerza que llevas dentro. —Apoyó su cabeza en mi hombro mientras me acariciaba el pelo.
—Y prométeme que, si pasa algo, me lo contarás. Estoy para ti, mamá, siempre... porque te quiero —dije, cogiendo su mano.
Noté cómo sus ojos se volvían cristalinos.
Me vi reflejado en ellos.
Pero no sólo me vi a mí:
Vi a una mujer fuerte, luchadora y valiente, que haría cualquier cosa por proteger a los suyos.
Y esa es mi madre.
—He tenido mucha suerte de tenerte como hijo —se quitó las lágrimas de la cara, y mientras se acomodaba para poner en marcha el coche, me dijo—. Yo también te quiero, hijo.