Desastre TÓxico

4. EL REGRESO DE DUKE

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EL REGRESO DE DUKE

De cómo nos adentramos nuevamente en las profundidades…

 

Esa mañana, como de costumbre los domingos, me levanté pasadas las 9 de la mañana, de muy mala gana, para darle su desayuno a mi perro Duke. Por lo regular a mi padre no le gustaba que lo metiera a la casa, pero dado que mi padre llevaba más de un mes sin aparecerse, mi hermano Alex y yo nos habíamos habituado a tenerlo en la casa, muy a disgusto de nuestro mayordomo Fransuá.

Hambriento, como cada mañana, mi estimado amigo me esperaba al frente de la puerta. Cuando la abrí, celebró mi llegada dando saltos de felicidad, moviendo su cola y golpeando con ella las mesitas del vestíbulo. Sus patas lodosas quedaron marcadas en el piso de madera y en medio de su emoción, de un salto subió al sofá y brincó de un sillón a otro, y derribó los cojines con su cola. A pesar de no ser un perro de raza grande, Duke era muy enérgico y tenía maneras muy suyas de demostrar su afecto, casi siempre dejándolas en los zapatos de Alex y Fransuá.

–Ven, amigo– le dije –Veamos qué ha sobrado en la cocina.

Presuroso y sin dejar de babear, mi compañero me escoltó hasta el refrigerador, que ambos contemplamos con admiración. Sabíamos que adentro nos esperaban varias delicias que los sirvientes habían preparado y que habíamos tenido oportunidad de degustar en días anteriores, y desde que mi padre ya no estaba en la casa, las sobras de cada día eran mucho más abundantes. Normalmente le daba a mi perro los cueros de los guisos de carne de apatosaurio, que si bien quedaban exquisitos, me producían un poco de asco por el simple hecho de ser cueros. A Duke, en cambio, le encantaban casi tanto como las albóndigas rancias.

–¡Constantina!– había dicho a la jefa de criadas hacía ya 6 días –¿No cree que prepara demasiadas albóndigas?

–Señorito Jaime– respondía –Usted sabe que para su padre nunca eran suficientes albóndigas. Nuestra principal obligación a la hora de la comida era tener suficientes para que él comiera hasta quedar satisfecho y aún más.

–¡Pero mi papá tiene más de un mes sin poner un pie en esta casa!

–Nunca se sabe, podría aparecer en cualquier momento, y seguramente llegará con hambre.

Como resultado, los siguientes días Alex y yo habíamos comido tantas albóndigas que no queríamos volver a ver una en nuestras vidas y aún así quedaban suficientes para comer por otros dos días. Sin embargo, aún bajo refrigeración constante, la carne de dinosaurio se descompone fácilmente, así que era necesario terminar con las albóndigas para no desperdiciar la comida.

–¡Qué tontería!– dijo mi hermano cuando le comentaba esto –¿Cuál es el punto de no desperdiciar la comida, de cualquier forma? ¡En Farland no existe el hambre! ¡Comen dinosaurios, por todos los cielos!

–No se trata de eso, Alex. Tú sabes que en otras partes del mundo la gente pasa hambre y por eso no es bueno dejar que se eche a perder.

–¡Ni siquiera sabes si ya se echaron a perder! ¡Toda la carne es verde!

–Si Duke se la come, debe estar en buen estado aún.

–¿De verdad confías en el olfato de Duke después de lo que nos hizo pasar cuando llegamos a la isla?

Aquello era un buen punto. Cuando mi familia y yo naufragamos en la isla de Farland, Pasamos varios días en la playa creyendo que se trataba de una isla desierta habitada por monstruos. Si bien, al final de esta aventura la isla había resultado estar realmente habitada por monstruos, durante casi tres semanas Duke nos había mantenido dando vueltas en círculos alrededor de la playa, manteniéndonos ocultos de la atracción mecánica de un parque de diversiones.

–Está bien– concluí –Si tú no quieres, Duke y yo comeremos.

–Por primera vez concuerdo con su hermano Alexander, señorito– intervino Fransuá –Esa carne ya tiene muchos días. Además, estoy seguro de que si su padre estuviera aquí, él preferiría ver que coman vegetales.

–¿Vegetales?– berreó mi hermano, asqueado –Entérate Fransuá: los vegetales en Farland son más mortíferos que la carne.

Aquello también era verdad en parte. En Farland había tenido la oportunidad de contemplar efectos extraños causados por las verduras, principalmente los rábanos, las especias y los betabeles[1]. Tras mi primer mes en Farland aprendí que antes de probar cualquier producto de origen vegetal, ya fuera conocido o no, debía estar completamente seguro de que no me haría estallar la cabeza.

–Como encargado de la casa en su ausencia, debo asegurarme de que sus dos hijos se alimenten adecuadamente. El amo podría llegar en cualquier momento, ¿y qué cara le voy a poner si le tengo que informar que ustedes no han comido una sola verdura desde que se fue?

–Miéntele. Dile que comimos sanamente.

–Nunca podría mentirle al amo Platas, niños.

–¡Por favor! Si tu misma vida es una mentira. ¿Fransuá? Ni siquiera eres francés. ¿A quién tratas de engañar?

El mayordomo se disponía a abrir la boca para responder pero en ese momento un extraño ruido llamó nuestra atención. Alexander y yo volteamos casi al mismo tiempo al darnos cuenta que el ruido venía del refrigerador.




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