Rachel
—¡Eres un cerdo asqueroso! —grité todavía sin cubrirme.
De no ser por mi gran, enorme enojo, tendría frío.
También si no fuera por eso, me acomplejaría al ver mi desnudez en el espejo. Había gastado mucho de mi dinero al comprar lencería bonita para cada una de nuestras citas, a la espera de que esa terminara siendo en la que perdiera mi virginidad. En realidad, este modelo específico, blanco, de encaje, con pequeñas perlas bordadas había sido escogido por una de las dependientas para la situación. «El blanco es perfecto para ti», había dicho la mujer; «es tan puro e inocente como tú». Recordarlo elevó mi ira. Lo patética que me sentía usándolo cuando hace tan solo unos minutos me decía a mí misma que me veía bastante bien.
Durante el nuevo huracán de ira miré a Thomas por debajo de mis pestañas.
Aún era tan apuesto como el chico que me había llevado a mi primera cita en el cine del pueblo en el que vivíamos, donde había rentado una sala solo para nosotros dos con el fin de que nadie pudiera molestarnos. El que me dio mi primer beso justo antes de que lo presentara ante mi familia como mi primer y único novio hasta ahora.
Mis primeras flores.
Mi primera caja de bombones.
Mi primera caminata por la playa con las manos entrelazadas.
Lo vi todo en mi cabeza como una sucesión de escenas que recién en este momento me daba cuenta de lo baratas y de mala calidad, falsas, que lucían. Tantas primeras veces que solían ser genuinas, arruinadas porque decidió meter su pene en otra. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Solía adorar sus pecas, contarlas cuando usaba mis piernas de almohada, inclusive me gustaba la torcedura de su nariz por una caída desde la cima del lomo de un caballo que había tenido de niño. Ahora lo único que veía cuando lo observaba era un tatuaje del rostro de la zorra de Sierra Thompson sobre el suyo, junto con alertas de ETS. Nada del chico dulce con el que había pasado gran parte de mi adolescencia e inicios de mi adultez.
Él había quedado escondido debajo de alguna verruga maloliente con pus.
—¡Lo siento! ¡Quería estar preparado para ti! ¡No sabía una mierda de sexo, Rachel! —lamentó luciendo miserable, lo cual no dudé de que fuera cierto. Era comprensible tomando en cuenta que, junto conmigo, acababa de perder una fuente de ingresos de ocho cifras segura de por vida—. Solo quería saber cómo satisfacerte para cumplir con tus altas expectativas, que te recuerdo que son la razón por la que nunca hemos hecho una mierda. Mientras mis compañeros obtenían una mamada de sus novias por debajo de la mesa en McDonald’s, yo tenía que estallar de felicidad por poder sostener tus bolsas en el centro comercial. —Bajó aún más la voz—. Odiaba acompañarte a Victoria’s Secret. —Le dio un golpe con el puño al colchón—. ¡No puedes presionar tanto a un hombre sin esperar que se quiebre!
Dejé caer mi mandíbula hacia abajo con indignación.
¿Ahora la culpable era yo?
—¿Aprender, Thomas? ¡¿Aprender?! —chillé—. ¿Para eso era necesario engañarme? ¿No hay libros para eso? ¿El Kama-Sutra te suena de algo? —La expresión de su rostro me dijo que no sabía de lo que hablaba—. ¿Olvidaste los perfiles informativos sobre sexo en Instagram? ¿Google? ¡No eres pobre! ¡Podías pagar una consulta con el mejor sexólogo del planeta y verlo en el desierto si haberte guardado para tu novia de toda la vida, a la cual amabas y con la que pensabas planear un futuro, tener una familia, te ocasionaba vergüenza! —Froté mi frente, mis manos temblando, en búsqueda de la razón por la que estaba razonando con él—. No creo que la investigación haya sido una excusa para la infidelidad alguna vez; ¡yo habría aceptado ir con un sexólogo o a una visita guiada a un burdel si hubieras puesto en manifiesto tu miedo a no saber cómo actuar!
—Rachel... sabes que no soy el más inteligente bajo presión.
—¡No intentes justificarte!
—¡No lo hago! —gritó impidiendo mi partida robándose uno de mis zapatos.
—¡Acabas de decirme que estuviste con otra!
—¡Lo hice, nena, pero no es lo que...!
Grité.
Grité como nunca. Grité cansada de sus excusas, hasta que sentí protestar a mis propios oídos. Grité tan fuerte que probablemente la vajilla de su mamá, esa que había prometido darnos como regalo de bodas, estalló en pedazos. Yo no estaba loca. Sabía a la perfección lo que me había susurrado mientras se ponía un condón y lo que ello significaba. No conforme con atormentarlo con mis chillidos, una fuerza sobrenatural se apoderó de mí, y bajé uno de sus caros y feos cuadros de la pared. Se lo lancé y lo hice añicos a solo unos centímetros de sus pies, seguido de su estéreo de miles de libras y una colección entera de fotos familiares. Thomas saltaba como si estuviera en un videojuego mientras intentaba darle en la cabeza. Trataba de calmarme diciéndome que Sierra, mi rival desde que se había atrevido a empujarme por los toboganes del parque de la escuela por tener un lazo más lindo que el suyo cuando éramos niñas, no había significado nada. Solo detuvo toda la basura cuando tomé uno de sus preciados premios de segundo lugar de remo de la estantería. La pequeña bolsa de excremento nunca obtenía un primer lugar, por lo que solía consolarlo durante días, pero aun así sus trofeos de segundón eran su punto débil.
Una sonrisa siniestra se apoderó de mi rostro.
—Rachel, por favor, no lo lleves a los extremos...
—¿Crees que susurrarme al oído que has estado con otra a segundos de entregarte mi virginidad no merece que lo lleve a los extremos? —pregunté con voz dulce.
Sus hombros cayeron como si finalmente captara que no había vuelta atrás.
—Sé que cometí un error, pero lo nuestro es más fuerte que esto. Lo superaremos. Ambos estamos de acuerdo en que no debí decírtelo así. —Hizo una pausa para que su cerebro pudiera formular sus siguientes oraciones. Mientras más tiempo pasaba, más me preguntaba a mí misma cómo había estado tan ciega confundiéndolo con mi príncipe azul—. Lo lamento por eso, nena; me sentía muy mal. Me estaba consumiendo. No es mi culpa que cada vez que me veas sienta que lo haces a través de mí. —Terminó arrodillado frente a mí, abrazándose a mis piernas; con sus ojos todavía fijos en el trofeo—. Te prometo que si me perdonas, haré todo lo que esté en mis manos para hacerte la mujer más feliz del planeta. —Al no oír respuesta, siguió intentando ganarme con palabras que con seguridad había escuchado en alguna película. Sinceramente las posibilidades de que ocurriera eran más bajas que las de que un elefante pasara por el hueco de una aguja—. Haré lo que sea por ti y por lo nuestro, bebé.