Martes, 27 de julio de 2010
Rachel
De los cuatro kilómetros que debía correr, solo me faltaba uno.
Eso era lo que me repetía a mí misma una y otra vez para alentarme. Otro de mis métodos para no desfallecer era subir todo el volumen del iPod para así no escuchar el ritmo entrecortado de mi respiración. Estaba agotada. I Like It, de Enrique Iglesias, era responsable de mis pasos. Formaba parte de ese porcentaje de la población que no sobreviviría al ejercicio sin música.
A los quinientos metros pasé por enfrente de las bancas y le sonreí a Jim, el hermano de mi ex, en un acto involuntario. Costumbre. El muy presumido, sin embargo, dejó ver el resultado de años usando frenillos al devolverme la sonrisa. Verlo era como presenciar una copia barata de las propagandas de Gatorade. Sostenía un termo con agua y su trabajado pecho estaba expuesto a la vista. Rodé los ojos ante la cantidad absurda de admiradoras que lo rodeaban. Ellas también lucían extremadamente bien en faldas y tacones cuando se suponía que era un sitio para hacer ejercicio, mientras yo, el puerquito que corría tras el trozo de comida por toda la pista, estaba necesitada de un buen baño.
Tan solo faltándome cien metros para acabar, me encontré con que alguien no se había tomado la molestia de retirar la valla luego de saltarla. Para no tropezar ni golpear al que estaba corriendo junto a mí en el canal de al lado, tuve que pasar sobre ella. Por suerte era baja y con facilidad logré seguir corriendo. Odiaba que lo hiciesen. No era la primera vez que una arruinaba mi tiempo. Ahora tendría que esperar hasta el próximo miércoles para averiguar mi actual potencial. En cuestión de segundos alcancé la meta con la decepción de no haberme superado.
Nada de récords por hoy.
—Hola, Rachel —saludó Jim desde el último escalón de las gradas.
No tuve que girarme a identificarlo para saber que se había acercado mientras yo bebía agua. Un saludo no era suficiente para él. Quería baba y halagos. No obtenerlo de cualquier criatura viviente sobre el planeta debía estar matándolo. Era ese tipo vacío de persona. Me erguí sin dejarme afectar por su sonrisa de niño rico bien parecido. No me impresionaba.
—¿Vas a decirme que lo perdone? ¿Que no fue su intención? —Le di la espalda al terminar de beber agua para tomar mis cosas—. ¿Me ama? ¿No puede vivir sin mí? —pregunté con sarcasmo, aburrida ya del asunto, mientras me colgaba el bolso en el hombro. Tanto su familia como sus amigos me habían rogado que le diera una segunda oportunidad, lo cual definitivamente no sucedería—. Si ese es el caso, no, gracias. No estoy interesada en escucharte.
Jim colocó su brazo sobre mi hombro para retenerme.
—Nunca, jamás de los jamases, haría algo así. —El demonio de la promiscuidad me guiñó un ojo con complicidad. Contuve las ganas de vomitar. Olía a basura. En Navidad le enviaría un desodorante—. Estoy de tu parte, nena. Thomas es un idiota.
Me crucé de brazos y levanté una ceja.
—No te creo.
Jim tuvo el descaro de hacerse el herido.
—¿No? —Se acercó más, provocándome una arcada—. Lindura, si yo te tuviera no haría lo que él hizo —declaró negando con la cabeza, incrédulo—. No meteré las manos en el fuego por ese imbécil.
—Me dio una sonrisa de medio lado, una que estaba hecha para seducir, lo cual no hizo más que aumentar mi asco—. Su estupidez te regresa al mercado. Esta vez no me mantendré al margen. Jugaré mis cartas.
Terminó su discurso con otro guiño. Agradecí que se tomara la molestia de retroceder. Estaba a punto de vomitarle encima por la combinación del olor y el asco que me producían sus intenciones. Yo había estado con su hermano por años. Jim casi quería cometer incesto.
—¿Eso es todo lo que dirás? —Pisoteé—. No tengo tiempo para...
—No. —Se relamió los labios—. Tus pechos están más grandes y cuando corres...
Le propiné un pequeño puntapié en la rodilla que, lejos de lastimarlo, cumplió con su objetivo y terminó con el desagradable teatro. Sonreí con malicia al presenciar su mueca. Se lo tenía merecido por pervertido y mujeriego. Con sus quejidos venían las gracias de todas las mujeres del mundo.
—Si ya has terminado con el discurso introductorio a la peor noche que le das a tus citas, digo, víctimas, me voy —le informé.
Hice rodar las llaves del deportivo de Loren en mi mano antes de lanzarlas al aire y atajarlas intencionadamente; mi mirada, una invitación a acercase. Lo próximo que haría, si se acercaba, sería clavárselas en los ojos. Empecé a andar sin despedirme cuando vi que no sería tan estúpido, puesto que no gastaría más saliva sin necesidad.
—¡No te puedes ir! ¡Carlos me dijo que te dijera que quiere hablar contigo! —gritó.
Dubitativa entre hacerle caso o no, me detuve y traspasé un camino de cemento que me llevaba a las oficinas deportivas del complejo en vez de ingresar directo al estacionamiento. Ya dentro saludé a Sandy, la recepcionista, y con su permiso golpeé la puerta de la oficina de mi entrenador. No planeaba ir a las Olimpiadas, no era exactamente una deportista nata, pero había pertenecido al equipo de la universidad y de vez en cuando entraba en un maratón por los viejos tiempos.
—¡Pase! —El sudamericano esperaba tras un escritorio con papeles esparcidos. La oficina de Carlos era pequeña y sencilla, todo lo contrario a la de Lucius, pero acogedora—. ¡Rachel! ¡Necesito que me digas si vas a participar en los 10K del fin de semana! —exclamó burbujeante.
Tomé asiento, desconcertada.
—¡Claro! Te di mis exámenes la semana pasada —afirmé, recordando muy bien haberlos agarrado antes de salir de casa y...—. Te los di, ¿cierto?
Su silencio me hizo cubrir el rostro y gemir, infeliz con la idea de tener que ser pinchada de nuevo. Juraba que la carpeta había terminado en su destino, Sandy, pero durante los últimos días había estado muy ocupada con la boda de Marie y el aniversario de mis padres, hecha un lío, y a duras penas me quedaba tiempo para cubrir mis necesidades básicas, por lo que no me extrañaba que los hubiera dejado en casa.