Rachel
Recorrí el pasillo e hice los cruces que me había indicado su secretaria; aproveché la situación para tener una idea de Nathan al analizar su sitio de trabajo. Mamá siempre repetía que la decoración decía mucho de una persona. Debía darle créditos por pulcritud. Todo el sitio olía a desinfectante de pino. Los pisos seguramente estaban recién pulidos. El inmobiliario era una agradable combinación entre lo moderno, representado por muebles blancos, y lo versátil. La construcción estaba hecha casi en su totalidad de cristales y sus trabajadores lucían igual de atractivos que la vista de la ciudad que teníamos desde un tercer piso. La embotelladora quedaba bajo nosotros.
Nathan debía ser un egocéntrico, paranoico, obseso.
Lo último me venía bien, porque quería decir que existía la posibilidad de que fuera responsable; lo demás no tanto, ya que seguro Nathan estaba cortado con la misma tijera que mi padre y pegaría el grito al cielo cuando se enterara de mi embarazo. Eso me asustaba. No quería pasar de nuevo por la experiencia que había tenido al darle la noticia a mi papá, quien se enteró por accidente.
Dejé la carpeta con mis exámenes en su escritorio y, al principio, pensó que era una broma. Cuando se dio cuenta de que no era así, sus gritos hicieron que me encerrara en mi habitación bajo llave y alertaron al resto de la familia, quienes no tardaron en llegar. Solo abrí cuando me di cuenta de que no se irían, iniciando un interrogatorio en el que Marie me miró con la misma desaprobación que solíamos dedicar a las chicas fáciles. Y tanto Loren como papá no dejaron de hacer preguntas para intentar descubrir la identidad del padre cuando le dije que no era Thomas, insistencia que se duplicó cuando les confesé que desconocía su nombre y me negué a darles pistas. Mamá, por último, no hizo más que mirar al vacío, reservándose su opinión.
El asunto era que de haber mencionado el nombre de Nathan, no habría cambiado nada; rompí el código de no ensuciar el apellido Van Allen bajo el que fui criada, pero me hubiera gustado tener un poco más de tiempo para convencerlo de que me acompañase o de elaborar una opción C. En cuestión de minutos que consideré eternos, mi madre y mis hermanos me dejaron a solas con mi padre. Él no se acercó a mí. Desde la puerta me indicó que me llevaría con la tía Laupa, la hermana de su madre, porque no estaba dispuesto a presenciar semejante crimen. Añadió que si había sido lo suficientemente estúpida como para ir en contra de su educación, debía ser lo suficientemente fuerte como para asumir las consecuencias.
Eso rompió mi corazón.
Aunque lo merecía por arruinar sus ilusiones de arrastrarme al altar con un buen partido, verme casada antes de dar el paso de tener hijos, simplemente me rompió el corazón. Nunca me había hablado de esa manera, siempre fui su princesita, su favorita, y descubrir que ya no era así me lastimó más que cualquier otra cosa.
Después de que se fue, lloré hasta quedarme dormida.
Ahora lo único que tenía era la esperanza de obtener el apoyo de Nathan. De lo contrario, el domingo marcharía a Mánchester para llevar mi embarazo en paz sin la presión de lo que nuestros amigos, socios de negocios y conocidos podrían decir de mí. Allá tendría los recursos para sobrevivir; papá había garantizado que viviría bien, pero en realidad, me avergonzaba tener que depender de él luego de meter la pata hasta el fondo y me dolía que, a pesar de que sí, había cometido un error, me alejaran cuando más los necesitaba solo por las habladurías. Tampoco quería huir y esconderme como una criminal. Ya no estaba sola. Yo fui quién se equivocó. Mi bebé no tenía por qué nacer y crecer a escondidas en una ciudad desconocida. No lo merecía. Tenía un título, por Dios. Podía independizarme y hacerlo bien por los dos. Crear nuestro sitio en el mundo donde nadie nos juzgase.
No sería la primera madre soltera que luchaba por un futuro mejor.
Barrí las lágrimas que empezaban a descender por mis mejillas debido a la frustración. Tenía que parar de pensar en todo lo malo que pudiera sucederme. Hoy era un día para el optimismo. Debía recordar que yo no había hecho al bebé sola. Los dos teníamos que tratar con ello. Seguro Nathan podría ayudarme a convencer a papá de no enviarme lejos solo apareciendo y tomando su parte de la responsabilidad, entonces podría salir adelante por mí misma sin necesidad de irme de Cornualles hasta que mi familia me perdonase y pudiese recibir su apoyo. Me enderecé como una chica grande y respiré hondo. Llenándome de valor, abrí la puerta.
—¿Qué quieres?
Nathan
Mis manos sudaban.
¿Qué mierda quería? ¿Qué la había traído a mi oficina?
En vez de mirarla fijé la vista en los documentos sobre la mesa. Un vistazo rápido cuando entró fue suficiente para confirmar que las fotos no le hacían justicia. ¿El tono de su cabello existía de forma natural? Tan negro. Su piel tan pálida. ¿Cómo podía desprender tanta seducción? Usaba un vestido color crema, de corte clásico, sin mangas, que terminaba a la altura de sus rodillas; perdía todo su propósito elegante al abrazarse a sus curvas, convirtiéndose en mi mayor tortura. Sus caderas. Su cintura. Sus pechos. El arco de su cuello. Todo estaba en mi mente y me volvía loco.
Lo odiaba. La odiaba. Me odiaba a mí mismo por no poder parar de pensar en ella.
En un inusual acto de nerviosismo moví el pie, tironeé un cable y, como consecuencia, apagué el ordenador. Gruñí. Eso costó la pérdida de un archivo sin guardar, uno que además de largo era para dentro de dos horas. Nunca mi rendimiento en la embotelladora había sido tan bajo. Necesitaba regresar a mí mismo. No tendría ningún otro mejor comienzo que el negocio que se discutiría en breve. Daba la casualidad de que era con su padre.
Destensé la mandíbula al ver el archivo ya impreso bajo carpetas en el escritorio.
¿Cómo siquiera olvidé que lo había impreso?