Deseos encontrados

CAPÍTULO 3

Rachel

«Sola».

Aquella pequeña palabra de dos sílabas torturó mi mente camino a la independencia. La decisión de arrojarme al mar sin salvavidas me situaba en una posición en la que la libertad adquiría otro concepto, tomaría mis propias decisiones y asumiría sus consecuencias, y en la que mi soledad equivalía a la de un grano de arena en invierno. A su vez el cambio de chip era tan brusco y súbito como un terremoto, sin predicciones o regulación del daño que pudiera ocasionar. Me aferraba durante el desastre a la seguridad de estar haciendo lo mejor. Sin su padre presente, con prejuicios ridículos que apuntaran en nuestra dirección, lo mejor para mí y el bebé era hacernos nuestro propio espacio en el mundo, en el que no fuésemos señalados con el dedo y pudiésemos ser felices; uno en el que yo me terminara de forjar para darle todo.

No sabría decir en qué momento empecé a tenerlo como prioridad. No sabía en qué preciso instante entre la escapada y la visita a Nathan lo ubiqué por encima de mí, pero si mi instinto maternal empezó a despertar cuando supe de su existencia, se volvió una feroz aura de fuego a mi alrededor cuando el idiota insinuó que abortara, como si esa fuese una decisión que pudiera tomar por mí, como si no pudiera hacer esto sin su ayuda o la de mi padre. Temblé de rabia. Lo lograría. Ahora que mi sentido maternal había sido activado, estaba segurísima de que jamás volvería a apagarse. Era extraño. Solía aterrarme que alguien resultara importante para mí hasta el punto de volverse indispensable. Ni siquiera a Thomas le permití tal poder, solo a mi familia. Estaba tan acostumbrada a desechar y a desprenderme de las personas en un chasquear de dedos que realmente estaba viviendo en algún tipo de realidad alterna en este momento. Sin embargo, la sensación era innegable e imposible de ignorar.

Mi bebé estaba por encima de todo.

Acabaría con todo lo que impidiera su felicidad.

Me estaba volviendo algo psicópata, lo sabía, pero debía pensar con la cabeza fría. En alto. Ya no más lágrimas. No más dolor. No más arrepentimientos. Estaba convencida de que, de llorar, él lo sentiría; de que, de lastimarme, él también saldría afectado. Si me arrepentía, él lo sabría. No quería que nada de ello sucediera. Ya no. Si tenía que tomar medidas extremas, lo haría. Unos minutos me alcanzaron para trazar un plan, lleno de estrategias y movimientos para lograr mis objetivos.

Las riñas con mi familia acabarían, porque las dejaría atrás. En ellos estaba caer en sus errores por su pasatiempo de juzgar, así como yo ahora quería no sentir su imagen degradada hacia mí y superar mi embarazo. Sabía que no sería fácil, que la venda que tenían sobre los ojos llevaba años allí y que la mía solo había caído por acción de un potente rayo de luz, y que solo el tiempo diría si su decepción pesaba más que su amor por mí. Confiaba, no obstante, en que eventualmente sucedería. Por supuesto que no era tan fría como para no extrañarlos mientras tanto. En realidad, me afligía bastante abandonarlos; mi vida era Dionish, pero quedarme con ellos era exponerme a la inestabilidad y continuar dependiendo del asfixiante abrigo de sus alas. Por más que se rompiera mi corazón, prefería ignorarlos hasta que su perspectiva se volviera más tolerante, hasta que yo me manejara por mí misma.

Mis inconvenientes económicos, cómo me mantendría y a una miniparte de mí, se resolverían antes de que el efectivo en mi cartera desapareciera. Tenía una licenciatura en Administración y unas ganas de superarme que sobrepasaban límites. También la falta de orgullo que se requería para no negarme a ofertas de trabajo cuya naturaleza no entrara en mis viejos esquemas. Mientras tanto alquilaría algo barato y limitaría mis gastos a los necesarios, ahorrando para la llegada del bebé. Sonreí. Era probable que eso no lo pudiera cumplir al saber su sexo. Ya me veía a mí misma saqueando tiendas para darle la más bonita bienvenida.

Llevé las manos a mi vientre. «No te faltará nada», pensé.

Acariciándolo, detecté un poco más que una leve hinchazón, que podía ser por la comida o por algún malestar, pero que quería creer que era por él. Por lo demás seguía plano. El único punto negro en mis planes era mi supuesta soledad, pero ¿cómo podía estar sola si me acompañaba a todas partes? Apoyé mi cabeza en el frío cristal de la ventanilla del taxi, sonriendo.

Ya éramos dos granos de arena en invierno.

—Señorita, ¿ya sabe adónde quiere que la lleve? —preguntó el conductor.

—Sí. —Limpié los caminos que habían dejado las lágrimas. Llevábamos más de media hora recorriendo las calles de Brístol. Mentía al afirmar. Aún no tenía ni remota idea de dónde pasaría la noche, pero por más amable que fuese, no podía permitirme perder más dinero—. ¿Conoce algún sitio que esté en alquiler?

—¿Tiene preferencias? —Negué. Él me miraba desde el retrovisor—. ¿Tiene alta disponibilidad económica? —Repetí el gesto—. Pues... está Broadmead si le gusta lo comercial. —Al captar cómo fruncía la nariz, rio. Adoraba lo comercial al ser una mujer soltera con una extensión de la tarjeta de crédito de mi padre, pero como madre desempleada, no me veía criando a mi bebé al lado de un centro comercial. Demasiada tentación—. Redcliffe si te apetece navegar. Old City si quieres algo más... histórico y tranquilo.

—¿Seguro?

—En realidad, no es la mejor zona de la ciudad, pero el ambiente es bueno.

—¿Qué otro lugares tiene en mente?

—¿A bajo costo, señorita? Ninguno. Esas zonas son las mejores que le puedo recomendar sin que le saquen un ojo de la cara con el alquiler.

—¿Ninguno más? —insistí.

—No, pero en mi opinión Old City está bastante bien. He vivido toda mi vida allí sin tener ningún tipo de incidente —replicó—. Es bonito.

—Bueno... —refunfuñé, despidiéndome de mi vida de mansiones y apartamentos lujosos. Nadie dijo que abandonar el nido sería sencillo—. Vamos a verlo.




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