Después de la boda

Capítulo 1 — El destello en el café

La lluvia fina trazaba caminos serpenteantes en el ventanal del café, difuminando el mundo exterior en una acuarela de grises. Lucas llegó quince minutos antes, como siempre que se trataba de ella. Como si llegar primero le concediera una ventaja táctica, un momento para preparar su máscara de normalidad antes de que la realidad, en forma de Elena, la hiciera añicos.

Escogió la mesa del rincón, la misma donde años atrás se sentaban los viernes después de clases, a compartir un pedazo de torta de chocolate y a soñar con futuros que parecían infinitos. El lugar no había cambiado: las mismas paredes de ladrillo visto, el mismo olor a grano recién molido mezclado con vainilla y nostalgia. Solo la gente era distinta. Y él, también.

Revisó su teléfono por tercera vez. Dos años, tres meses y catorce días. Había dejado de contar después del primer año, pero su subconsciente, obstinado y masoquista, seguía llevando la cuenta. Una separación necesaria, se habían dicho. Ella, una oferta laboral irrefrenable en otra ciudad. Él, una relación que prometía olvido y solo le había dejado un sabor a ceniza y a mentira piadosa. «Nunca estás del todo aquí», le había dicho Sandra la última noche. Y tenía razón. Una parte de él, la parte vital, se había quedado congelada en el momento en que Elena subió al tren.

La puerta sonó con el tintineo suave de la campanilla.

Y allí estaba.

No había cambiado. Eso fue lo primero que pensó, aunque su mente racional le señaló los cambios: el cabello más largo, recogido en un moño despreocupado que le descubría el cuello; unos kilos menos que esculpían sus pómulos; una seguridad en la postura que antes era desgarbada ternura. Pero su sonrisa era la misma. Ancha, genuina, capaz de iluminar la penumbra del café y de hacer que el corazón de Lucas diera un vuelco brusco y doloroso.

—¡Lucas! —Su voz, musical y demasiado alta para el lugar, cortó el murmullo de las conversaciones.

Antes de que pudiera levantarse, ella ya estaba abrazándolo. Un abrazo cálido, sin reservas, que lo sumergió en un aroma a jazmín silvestre y tierra mojada después de la lluvia. Él cerró los ojos, permitiéndose robar ese instante de cercanía prohibida. Cuando se separaron, sus manos se aferraron a sus hombros, escudriñándolo.

—Te veo bien —dijo ella, y en su voz había un dejo de orgullo, como si su bienestar fuera, en parte, mérito suyo.

—Tú espectacular, como siempre —respondió él, y era la verdad más pura que había pronunciado en semanas. Elena brillaba con una luz interior que desviaba miradas. Notó cómo un hombre en la barra giraba en su taburete para observarla.

Se sentaron. La camarera, una joven con trenzas y delantal verde, se acercó.

—Lo de siempre para los dos —declaró Elena sin consultarlo, y a Lucas se le encogió el pecho. Ella recordaba. Café negro, sin azúcar, para él. Capuchino con extra de canela y un toque de vainilla para ella. Los rituales de su amistad sobrevivían al tiempo y la distancia.

—Así que, cuéntame todo —dijo Elena, apoyando los codos en la mesa y hundiendo la barbilla en las manos. Sus ojos, del color ámbar de la miel, lo escudriñaban con la intensidad de siempre. —¿Sigues con Sandra?

Lucas tomó un sorbo de agua. El nombre le sonó a algo lejano, a un personaje de una obra que no había disfrutado.

—Terminamos hace ocho meses. Fue… civilizado.

—Lo siento.

—No lo sientas —dijo, y quiso añadir «Fue como intentar apagar un incendio con un vaso de agua, mientras el verdadero fuego ardía a mil kilómetros de distancia». Pero no lo hizo. —Fue lo correcto. ¿Y tú? La ciudad grande ¿te trató bien?

Algo cambió en la expresión de Elena. Una chispa de emoción contenida, una vibración apenas perceptible que recorrió su cuerpo. Jugueteó con una pulsera de plata nueva, de diseño delicado, que rodeaba su muñeca.

—Más que bien —susurró, y su sonrisa se volvió íntima, secreta. —Cambió mi vida. Para bien. Para mejor.

Calló, tomando su taza con ambas manos. La luz de la tarde, filtrada por la lluvia y el cristal, se posó en su mano derecha. Y allí, en su dedo anular, destelló.

Un destello discreto, puro, inconfundible.

Lucas sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Que el aire se espesaba hasta volverse irrespirable. Todo el ruido del café se desvaneció, convertido en un zumbido lejano. Solo existían ese destello y el vacío helado que se expandía desde su estómago hasta su garganta.

—De hecho… —Elena bajó la voz, adoptando el tono confidencial que reservaban para sus mayores secretos. —Tengo algo que contarte. Algo enorme.

Metió la mano en su bolso, un gesto rápido, nervioso. Cuando la sacó, entre su índice y pulgar, no sostenía una foto, sino el anillo. Lo dejó cuidadosamente sobre la madera gastada de la mesa, donde centelleó, arrogante y definitivo, ante los ojos de Lucas.

—Me caso, Lucas.

Tres palabras. Tres palabras que atravesaron como dagas el precario equilibrio que había mantenido durante años. Me. Caso. Lucas.

—¿En… en serio? —logró articular. Su voz sonó ronca, extraña, como si no le perteneciera. —Felicidades, Ellie. Eso es… increíble.

—¡Lo es! —exclamó ella, deslizando el anillo en su dedo con una naturalidad que a él le pareció un acto de crueldad involuntaria. —Se llama Adrián. Adrián Soler. Es arquitecto, como tú. Bueno, no exactamente como tú, él se especializa en restauración de edificios históricos… Es maravilloso, Lucas. Amable, detallista, romántico. Me hace sentir… segura. Vista.




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