Destinados a encontrarnos

Capítulo I - La caída

Chicago brillaba en la distancia, un caos de luces parpadeantes que no hacían más que intensificar mi sensación de pequeñez. El frío se colaba a través de mi abrigo, congelándome no solo las manos, sino también la esperanza. Sentada en ese banco de madera gastada, era solo una sombra más en un parque lleno de extraños, cada uno inmerso en su propio mundo, igual de indiferente que el anterior.

¿Cómo llegué a esto? Esa pregunta martillaba en mi cabeza sin descanso, como si repitiéndola encontrara alguna respuesta. A los 29 años, no debería estar aquí, desmoronándome en silencio. Mi vida parecía haberse resquebrajado de golpe: divorciada, desempleada, y con una cuenta regresiva para ser desalojada de mi apartamento. ¿Cómo había pasado todo tan rápido?

Me gustaría decirte que mi matrimonio fracasó por alguna razón épica, algo digno de una tragedia griega, pero no. Fue más bien un goteo lento, constante, de desencuentros y silencios. Mi exesposo, si es que puedo llamarlo así, era un hombre atrapado en su propia inercia. Cada conversación con él era un diálogo unilateral, una guerra contra una pared que jamás se movía.

Podrías pensar que exagero, pero dime, ¿qué harías tú si la persona que supuestamente comparte tu vida no tiene ni la decencia de informarte de sus planes? ¿Si te enteras por terceros de sus salidas y decisiones? Me convertí en una espectadora de mi propia relación, y lo que veía no era bonito. Cuando llegué al límite, él ni siquiera se dio cuenta. Se quedó en su zona de confort, mientras yo recogía los pedazos de una vida que nunca llegó a ser realmente nuestra.

Y no fue solo él. Perdí mi trabajo en un giro cruel del destino, una “reducción de personal” que me dejó con más preguntas que respuestas. Mis ahorros se esfumaron como agua entre los dedos, y ahora, mi casero me había pedido el piso, porque lo necesitaba “por cuestiones familiares” y no encontraba un apartamento asequible en todo Chicago. Tenía quince días para mudarme.

Los recuerdos de mis padres solían ser un consuelo, un refugio, pero en noches como esta, su ausencia era un peso insoportable. Era irónico cómo la soledad podía hacerte añorar incluso los momentos difíciles, cualquier cosa menos este vacío frío y oscuro.

Mis pensamientos se interrumpieron cuando un sonido suave pero rítmico se acercó. Miré hacia arriba y vi a un hombre corriendo por el parque. Su silueta se destacaba bajo las luces anaranjadas, un contraste entre movimiento y calma. No sé por qué, pero algo en él me obligó a mirar más allá de lo superficial. Había algo en su porte, una determinación tranquila que parecía desafiar al viento helado que nos rodeaba.

¿Quién era? ¿Qué historia cargaba a sus espaldas? Por un momento, me permití imaginar que su vida era tan caótica como la mía, que también estaba luchando contra demonios invisibles. Pero eso era una tontería, ¿no? Él seguía corriendo, ajeno a mis suposiciones, y yo me quedé ahí, atrapada en mi propio laberinto mental.

Volví a bajar la mirada, pero algo había cambiado. Por insignificante que pareciera, aquel hombre representaba movimiento. Avance. Una posibilidad, aunque fuera remota, de que la vida podría ser diferente.

Y fue entonces cuando me lo encontré otra vez, minutos después, mientras intentaba apartar mis pensamientos negativos. Él, aún jadeando por el esfuerzo, se detuvo a unos metros de mí. No sé si era el destino o pura casualidad, pero esa sería la primera vez que nuestras vidas se cruzarían.

Lo que no sabía era que aquel extraño, con sus ojos curiosos y su sonrisa tenue, estaba a punto de cambiarlo todo.

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