El techo blanco de mi apartamento se burlaba de mí, como si fuera un lienzo vacío que reflejaba lo que había sido mi vida últimamente: un espacio sin forma, sin dirección. Me recosté en el sofá, con el cuerpo pesado por el cansancio emocional y la mente atrapada en un torbellino de pensamientos. Las paredes, que alguna vez me brindaron consuelo, ahora parecían cerrarse, intensificando la sensación de aislamiento.
No quería pensar en él, pero la pregunta volvía una y otra vez, insistente, como un reloj que marcaba cada segundo de mi fracaso: ¿Cómo llegué aquí? ¿En qué momento el amor que prometía ser eterno se convirtió en un peso muerto que me arrastró al fondo?
Ya hacía un año que había firmado los papeles del divorcio, pero el tiempo no había borrado las cicatrices. Mi exmarido no era una mala persona, al menos no al principio. Me enamoré de su risa fácil, de la manera en que podía hacerme sentir invencible con una sola mirada. Éramos jóvenes y llenos de sueños, o eso creí. Pero los sueños que compartíamos pronto se convirtieron en dos mundos completamente distintos.
Las primeras grietas fueron pequeñas, casi insignificantes. Discusiones triviales que empezaron como bromas: qué película ver, cómo acomodar los platos en el lavavajillas. Pero esas bromas se convirtieron en reproches, y los reproches en silencios cada vez más largos. Él dejó de ser mi compañero y se convirtió en un extraño, un niño grande que vivía bajo el mismo techo pero que nunca estaba realmente presente.
Con el tiempo, se volvió un experto en desaparecer, tanto física como emocionalmente. Se iba de viaje por trabajo, o al menos eso decía, sin previo aviso, dejándome sola con preguntas que nunca tenían respuestas. La sensación de soledad se hacía más punzante con cada viaje sin previo aviso. Lo más humillante era enterarme de sus planes por medio de terceros: “¿Ya se fue tu esposo a Nueva York?”, me preguntó una amiga una vez, mientras yo apenas sabía que había hecho la maleta.
Al principio intenté luchar. Le hablé, le grité, le rogué. Nada. Sus respuestas eran siempre las mismas, frías y distantes, como si mis palabras rebotaran en un muro de concreto. “Estás exagerando”, decía. “Siempre encuentras algo de qué quejarte”. ¿Exageraba? Tal vez. Pero la constante sensación de ser invisible, de que mis necesidades no importaban, fue apagando todo en mí.
Cuando finalmente le pedí el divorcio, no discutió. No hubo lágrimas, ni súplicas, ni intentos de reconciliación. Cuando se fue solo hizo un asentimiento breve y una maleta que desapareció por la puerta sin mirar atrás. Irónico, ¿no? Había esperado algún tipo de pelea, algún signo de que le importaba. Pero su partida solo confirmó lo que ya sabía: él llevaba mucho tiempo ausente, incluso antes de irse físicamente.
No fue una decisión fácil. A pesar de todo el dolor y la frustración, aún lo amaba en el fondo. Pero sabía que la relación ya no tenía futuro. Los años de sacrificios, de hablar en vano, de sentirme atrapada, me dejaron exhausta. El amor ya no era suficiente. Necesitaba una vida donde pudiera ser yo misma, donde mis necesidades y deseos fueran escuchados y respetados.
El divorcio debería haber sido un alivio, un punto y aparte, pero en lugar de eso, dejó un vacío enorme. Perdí más que a un marido; perdí mi propósito, mi estabilidad, y también a la mujer que una vez fui. No sabía quién era sin él, sin una vida que girara en torno a alguien más.
Mirando atrás, comprendí que mi relación no fue un fracaso total. Aprendí mucho, crecí como persona, pero también entendí que el amor no es solo sacrificios. El amor debe ser una comprensión mutua, un intercambio constante. En nuestra relación, ya no quedaba nada de eso.
Mientras mi mente repasaba todo esto, como si no lo hubiera hecho ya un millón de veces, una notificación en mi laptop rompió el silencio. Me levanté con desgana, pensando que sería otro correo de publicidad o una factura más que no podía pagar. Pero cuando vi el asunto, me detuve en seco: “Una oportunidad”.
El remitente era desconocido, y aunque mi lógica me decía que podría ser spam, había algo en ese mensaje que me inquietaba. Sentí un cosquilleo de anticipación, una sensación que no experimentaba desde hacía mucho tiempo. Una parte de mí quería ignorarlo, cerrarlo y seguir con mi miseria habitual. Pero otra parte, pequeña pero insistente, me susurraba al oído: ¿Y si esto es lo que estabas esperando?
Abrí el correo.