El pasillo a oscuras era el marco perfecto para centrar la vista en lo que ocurría al otro lado del corredor donde estaba la cocina, la cual contrastaba por la iluminación natural. Desde la derecha apareció Domhnall dando dos pasos que lo situaron justo en el centro del cuadro. Parecía ofuscado o contrariado, era difícil saber qué emoción proyectaba su rostro, porque no había tensión en sus rasgos. Su cabello pelirrojo, por otra parte, se veía más desordenado que de costumbre.
—Basta, Kira, basta —pronunció elevando la voz y levantando una mano como si quisiera detener algo—. No tiene sentido continuar con esta discusión, ya te he dicho que no, está es mi casa y un no es un no —exclamó él con gesto adusto.
—¿Cómo puedes decir esas cosas? —le recriminó Kira desde algún lugar—. No tienes compasión de mis pobres sentimientos. Nunca me imaginé que eras tan discriminador —le acusó—. ¿Quién me lo iba a decir?
Domhnall giró el rostro negativamente, elevando la mirada como si quisiera mostrar vergüenza al escucharla.
—¡Harina de maíz! —exclamó molesto—. ¿De verdad? ¿Harina de maíz? —repitió como un loco—. Hay una comida de origen italiano que mi niñera me obligaba a comer cuando mis padres trabajaban en la universidad. La comida más asquerosa del mundo —sentenció—. ¿Y con qué se hacía? Así es. ¡Harina de Maíz! —recalcó como si hubiera dado en el clavo—. No me importa que creas que discrimino, en mi casa no se comerán tacos.
Kira apareció en el cuadro y se plantó delante de él con una mirada llena de asombro, quitándole todo el protagonismo. Sus mechones de cabello castaño caían delicadamente alrededor de su rostro con una prolijidad impropia de ella.
—Dom, me rompes el corazón, ¡te has metido con la polenta! —lloriqueó—. ¿Pero qué te ha hecho para que pienses así? —Ella negó vehementemente con la cabeza—. Una vida sin tacos... no es una vida. —Se llevó la mano al pecho teatralmente—. Ay, me duele el corazoncito de pensar en no comer más esas delicias —dijo tratando de no reír—. Dom, no me obligues a elegir —dramatizó mientras cerraba los ojos y se llevaba una mano a la frente—. Ay, me duele, me duele de sólo pensarlo.
Los labios del pelirrojo se fruncieron en una fugaz sonrisa que se apagó inmediatamente.
—Pero nada, Kira —replicó haciendo énfasis en su nombre para demostrar descontento—. ¿Tú de verdad te piensas… —empezó dudoso de como continuar— que vas a ir por la granja que te compraré algún día, vestida de blanco, con dos trenzas despeinadas y en medio del jardín que antecede a la cocina vas a estar haciendo tortillas? ¡Pues no! —le atizó dando una fuerte pisada para imponer respeto en medio de contenidas risas—. ¡En mi casa se comerán burritos del Chef Gusteau y punto!
Kira fue totalmente incapaz de contenerse y una vez pudo volver a respirar después de varias carcajadas, trató de ponerse seria mientras se mordía el labio inferior.
—Volviendo al tema —dijo con lágrimas en los ojos— y saliendo a la vez… —Ella rio a su pesar—. Me vería demasiado guapa con un vestido blanco… las trenzas, el sol, la granja… para mí que me estás contando uno de tus sueños. Pero te aviso, yo NO sé cocinar.
—Disculpa —se distanció él—. ¿Estás insinuando que yo te imagino con un vestido blanco con ese tipo de cuello bote lleno de volados mientras caminas por la hacienda en dirección hacia mí? Porque desde ya te digo que no —fingió ofenderse ante la sola idea.
—Iba a decir que me imaginabas exactamente así —apuntó ella con una sonrisa seductora que rara vez mostraba—, me robaste las palabras, ¿será que soñamos lo mismo? —Jugueteó ella con la idea—. Admítelo, Domhnall, ahora la idea de los tacos no te parece tan mala.
El pelirrojo se puso rojo como un tomate dándole un aspecto muy curioso, parpadeó varias veces y tragó saliva antes de responder.
—No tengo idea de lo que hablas. Yo nunca, nunca, pero nunca ¿eh? —balbuceó casi a punto de tartamudear—. Compraré esa granja —prometió en voz alta, sacándole una sonrisa a ella— para que te vistas así cada día de tu vida y me hagas inmensamente feliz.
Ambos se fundieron en un intenso beso que tardaron en romper, mirándose mutuamente, aún incapaces de separarse del todo. Habían encontrado un equilibrio que no duraría.
***
Estaba empapado por la lluvia cuando abrió la puerta del penthouse para ingresar a la sala de estar desde el ático. Había parado de llover, pero hacía mucho frío y los vidrios estaban empañados. Tosía desde el fondo de sus pulmones. Era una tos seca, áspera y dura. Se apoyó en el marco de la puerta mientras se tapaba la boca. Cuando tuvo la oportunidad, se dio un par de golpes secos en el pecho, buscando parar la tos. Estaba sin aliento.
Suspiró y observó su entorno. Estaba en la sala donde el color gris reinaba a sus anchas. Y por un momento fugaz recordó. No había sido un lugar mucho más alegre antes de la decoración de Gwen. Sino uno minimalista, tan desprovisto de objetos y tan limpio que parecía estéril. Tan perfecto para un médico como él. ¿Y antes de eso? ¿Qué había sido antes de eso?
Domhnall se irguió. Antes de eso…
Miró alrededor y casi lo podía ver. Quizá no había sido tan distinto, puede que Domhnall no tuviese ese tipo de personalidad fuerte que se incrustaba en cada objeto que formaba parte de su vida. Aunque había buscado darle a su casa ese toque que le dicen hogar, en la práctica, su casa podría haber sido la de cualquier otra persona, sólo que con más cosas regadas en los rincones para aparentar normalidad. Pero se estaba engañando, una vez más, eso había sido mucho antes.
¿Qué había sido antes de eso?
Entre la nada minimalista y la búsqueda del hogar genérico, esa sala había sido cinco cosas: un florero sobre la mesilla de café, el ramillete de rosas rosadas que impregnaban de aroma el lugar, dos cojines a juego descansando en el sofá y una manta de lana tejida en el mismo tono. En ese momento, había sido un hogar y lo había conseguido con cinco miserables objetos.