Como ya se ha dicho, Nino era la clase de persona que se llevaba bien con todo el mundo y no porque quisiese algo en específico de alguien como eran los casos de su hermano Luigi o de su tío Nicola, sino porque esa era su naturaleza; lo que pocas personas sabían, entre las que se contaban el antes mencionado hermano, era que hacer enfurecer a Nino, algo ya de por sí difícil, era también muy problemático y por descontado peligroso para quien estúpidamente se agenciase su ira.
Cuando Luciano había pedido un listado de posibles personas que pudiesen calificar como sospechosos debido a que alguno de ellos lo hubiese fastidiado, Nino no necesitó hacer ninguna, porque estaba tan seguro de quién podía ser, como del hecho cierto de que la tierra giraba, de modo que al salir de allí, se fue derecho a llamar a Gino.
Leonardo sabía que con seguridad Nino estaba furioso, pues no solo habían atentado contra sus sobrinos, sino que Piera era la hija de Giulio y Damila, de manera que aquello era como si hubiesen atentado contra su propia hija, pero aun así, Leonardo pensaba que debían hacer lo que Luciano había pedido, así que decidió insistir.
Como todos estaban en la base, Gino se presentó enseguida y Leonardo no pudo agregar nada más.
Si bien Leonardo sabía quién era y qué hacía aquel sujeto, y por mucho que Nino creyese¸ que era el culpable, también sabía que no podían hacer aquella clase de cosas sin pruebas. Gino, mucho más práctico que Leonardo, ni siquiera mostró sorpresa.
Una de las cosas que Nino no compartía con la mayoría de sus parientes, era la malcriadez a pesar de ser el menor de su familia y por ende haber sido muy consentido, de modo que entendió el dilema y tendría que pausar su sed de sangre, pero no estaba dispuesto a hacerlo por mucho tiempo.
Como Gino sabía hacer su trabajo, no perdió el tiempo preguntándole nada a Nino, sino que salió de allí dando órdenes.
La visita no era para ver ni comprobar nada, sino para dejarle un localizador, y si hubiera sabido lo mucho que André iba a fastidiarle las comunicaciones al infeliz, quizá se habría ahorrado el trabajo, porque las mencionadas comunicaciones les dirían con exactitud dónde localizarlo en cualquier momento.
Gino y sus chicos habían trabajado con la mayor rapidez y así habían llegado al momento presente en el que Luciano lo había autorizado a proceder, y mientras iban en camino, Nino estaba recordando la última vez que se había encontrado con el sujeto en cuestión.
Gabriel Palacios, hermano menor del señor arzobispo de la diócesis de Punta Dorada, era el respetadísimo director del Colegio Cristo Rey, una de las instituciones educativas más antiguas de Punta Dorada, pues en realidad fue la primera en fundarse y casi con el nacimiento de la ciudad. La infraestructura les recordaba a aquellos que procedían de El Valle, a la del Colegio San Ignacio donde habían estudiado casi todos ellos, pero el San Ignacio era mucho más antiguo y siempre había estado dirigido por los jesuitas, mientras que el Cristo Rey siempre había pertenecido a los Palacios y era Gabriel quien lo dirigía. Esto era lo que todo el mundo sabía, lo que no sabían, era que Gabriel también era quien dirigía el lucrativo negocio del narcotráfico en aquella provincia.
Los Palacios eran una de las familias con más peso dentro de la cerrada sociedad de Punta Dorada y casi la realeza de la misma, razón por la cual, y en principio, Gabriel nunca estuvo de acuerdo en tener que asociarse de ninguna manera a aquel advenedizo que, además, era solo un crío. Si bien cuando lo conoció le pareció un joven educado, simpático y sin duda de buena cuna, cuando se enteraron de sus intenciones, su primer impulso fue cortarle la garganta y enviarlo en una bolsa de vuelta al nido de asquerosos inmigrantes del que procedía.