Donato Madonia no era el individuo pusilánime que su padre estaba convencido era, así que las injustas palizas que le dio Tomasino a su pobre mujer, habrían sido del todo innecesarias si hubiese puesto más atención. El único problema de Donato eran las mujeres comenzando por la suya, una que por cierto no había querido más que a cualquier otra, pero con la que había sido obligado a casarse únicamente porque era conveniente a los planes de su abuelo. Aun así, Cecilia le había dado dos hijos y tres hijas, pero una de las niñas había muerto pocos días después de nacida, de modo que a la fecha, Donato tenía cuatro hijos nacidos en el matrimonio, y un quinto del que sabía poco o nada.
Sus dos hijos mayores eran muy parecidos a él, tanto físicamente como en el carácter, pero mientras Donatello era de la clase que obedecía, Alfredo no y siempre estaba metido en algún horroroso lío de faldas, o en alguno peor por haber fastidiado a quien no debía, de modo que era un logro que siguiese con vida. Donatello por su parte, era más discreto con el asunto de las criaturas a las que se llevaba a la cama, pero siendo un incondicional de su madre, era el principal artífice del odio inveterado que le profesaba Alfredo a Milos, porque él habría podido no interesarse ni para bien ni para mal en un hermano que ni siquiera era reconocido como tal, pero la constante cháchara de Donatello que no era más que la repetición de lo que su madre le decía a él, pues no le habrían permitido decírselo a quien importaba, lo habían hecho odiar a Milos aun sin conocerlo.
Cuando murió su bisabuelo, y Tomasino decidió reconocer los derechos de Milos, Cecilia montó en cólera y casi deja a Donato, algo de lo que si bien él habría demorado en notar ya que apenas si era consciente que tenía una esposa y la evitaba tanto como podía, cuando lo hiciera probablemente se habría sentido feliz, pero cuando el padre de Cecilia se enteró, la despachó de nuevo a su casa, pues él estaba muy consciente de lo que podía suceder cuando Tomasino se enterase. De modo que Cecilia volvió, pero se dedicó con más ahínco a envenenar la mente de sus hijos en contra de aquel advenedizo.
Donato era simplemente incapaz de ser un padre normal, pues aquel sujeto nunca en su vida había tenido la suficiente responsabilidad para otra cosa que no fuesen los negocios, de modo que no se enteró nunca del enorme problema que había ocasionado su padre al llevar a Milos a casa, pues su hija Flavia había decidido mirar a su recién conocido hermano con ojos equivocadísimos. Aunque no había nada en el mundo que le importase menos a Milos que un progenitor que no parecía uno, era el suyo y le había heredado el desmedido interés en chicas, de modo que el niño aquel era un peligro y nada discriminador, así que lo único que salvó a Flavia, fue que Milos odiaba por principio a todos los miembros de su familia y aquella era una. Pero si bien la descocada aquella se salvó de cometer aquella locura, de lo que no se salvó fue de la brutal paliza que le propinó su dulce madre y no por el hecho en sí, sino por haber puesto sus desquiciados ojos en aquel demonio.
Y por último estaba la pequeña Pía, que hasta la fecha había dado pocos problemas pues en teoría quería ser monja, algo que su abuelo encontraba muy necio y se había encargado de dejarle claro que era algo que nunca sucedería, que ella se casaría con quien él encontrase más conveniente y se comportaría de acuerdo a lo que se esperaba de ella. Lo que no sabían los miembros de aquella familia, era que la dulce señorita no lo era en lo absoluto, y lo que sí era, era una paranoica que estaba convencida de que los extraterrestres acabarían con todos los seres de este planeta, y era por ello que debía refugiarse tras los muros de un convento, ya que, en su caótica mente, aquel era un lugar al que no podían acceder.
Cuando Luciano leyó aquel desquiciado informe, pensó que comenzando por Tomasino, quien creía en la fantasía de que cada vez que hacían algo en contra de la Casa Grande, Dios o cualquier cosa en la que creyese, se lo cobraba; Donato a quien parecía no importarle nadie más que él mismo; Alfredo que se creía el emperador del universo y que sus parientes no le permitían comportarse como tal; Donatello que culpaba de todos sus males a su hermano incluso antes de conocerlo; Flavia que había visitado todas las camas importantes o no de Palermo; y Pía, cuyo nombre no podía ser más equivocado y que estaba más cerca de una camisa de fuerza que del hábito de una religiosa, todos estaban decididamente muy faltos de juicio y que se equivocaban los que pensaban que Ettore había sido el único, pero que aquella circunstancia contribuiría de forma inmejorable a la destrucción de aquella dinastía maldita, misma que ya se había iniciado y ellos aún no lo habían notado.
Desde que habían recibido los cadáveres de Ettore y del otro individuo que no tenían ni idea de quién había sido, Tomasino se había vuelto tan paranoico como su difunto padre, de manera que casi no recibía a nadie, y sus relaciones con el mundo eran casi nulas, aparte de que vivía rodeado de guardaespaldas durante casi las veinticuatro horas del día. Sin embargo, un día cualquiera se presentó su hombre de confianza, Santino Bolocco, con mucha agitación.