Destino de Sangre (libro 15. Sicilia)

Cap. 47 Alfa y Omega

 

Una fina llovizna, muy extraña en El Valle, caía cuando Luciano tomó tierra. Una vez que finalizó el taxeo y se quitaron los auriculares, Valentino lo miró, pero guardó silencio hasta que Luciano se movió.

  • ¿Me salió otra cabeza o me teñí de verde? – le preguntó
  • El que ve esa clase de cosas es Lost, A1
  • ¿Piensas quedarte ahí?
  • No, solo estaba pensando en lo extraño que es saber que este es el último vuelo a casa
  • Si vas a llorar…
  • No seas pesado, A1 – lo interrumpió él mientras se ponía de pie para seguirlo

Aunque los demás no dijeron nada, todos parecían estar experimentando el mismo sentimiento, porque hasta Dante estaba muy silencioso para sus estándares. A pesar de que hacía ya tiempo que Punta Dorada era el centro de comando del GA, y la mayor parte del personal se había trasladado allá, resultaba extraño ver las instalaciones tan vacías, pues solo estaban los que habían venido con él. Antes de llegar a la edificación principal, Luciano se detuvo, sacó un reloj y los miró.

  • Última revisión, nos reunimos en la sala de control en dos horas

Dicho esto, les dio la espalda y echó andar con Valentino hacia el hangar, pero antes de llegar, el segundo continuó hacia allá mientras que Luciano se dirigía hacia lo que había sido el primer campo de tiro. Un poco más allá, estaba una zona arbolada y Luciano rio preguntándose cómo era que habían podido maniobrar en un lugar tan pequeño, pues las instalaciones de Punta Dorada eran mucho más extensas. Miró el circuito donde se ejercitaban y volvió a reír al recordar las quejas de Misael cuando aseguraba que querían matarlo por hacerlo dar diez vueltas de calentamiento, y estuvo seguro que Misael se habría suicidado si su entrenamiento se hubiese llevado a cabo en Punta Dorada. Otro recuerdo muy vívido que le llegó, fue el de la expresión de Fabiano cuando se había enterado de lo que él hacía y había sido llevado por primera vez a aquel lugar cuando todavía no estaba terminado.

  • Ya decía yo que había algo muy extraño contigo, Di Castello
  • ¡Biano! – había exclamado Ángelo
  • La buena noticia es que compartimos la extrañeza – había agregado Biano con su característico humor

Luciano caminó un poco más y se trepó a un árbol desde donde más allá de la cerca perimetral, se veía una casona enorme con varios edificios anexos donde sí se notaba mucha actividad, e incluso Luciano casi pudo escuchar las risas.

Hacía veinte años atrás, y cuando Luciano tenía dos de haber iniciado su entrenamiento, comenzó a visionar los que hoy eran el programa y el grupo Alfa. Él siempre había tenido una mente inquieta y vio lo que Ángelo no, es decir, que el Consorcio era una maquinaria que necesitaba algo más que un departamento de seguridad, y si a eso se sumaba el constante peligro en el que se hallaba la familia, un solo hombre o tres, ya que, para entonces, ya Fredo y Damiano habían sido incluidos en el programa, no serían ni de lejos, suficiente, de modo que comenzó a elaborar su plan. Cuando se lo presentó a Ángelo, éste lo encontró poco viable, pero como siempre, y después de analizarlo, cambió de parecer y se sorprendió más bien poco, aunque nunca dejó de pelearse con Luciano por ello, de que los futuros agentes comenzaran a llegar como si creciesen en los árboles. Primero les había asignado un edificio y luego accedió a que se iniciasen los trabajos del campo de entrenamiento que se convertiría en casi una base militar de reducidas dimensiones si se comparaba con la que años más tarde se levantaría en Punta Dorada. Las cosas estuvieron funcionando así durante un tiempo más bien breve, porque en verdad y en opinión de Ángelo, aquel niño siempre tenía algo en mente.

En un punto, Luciano tuvo claro que no todos los niños perdidos, como los llamaba Fredo, podían formar parte del grupo que estaba por entrar en escena, pero dos cosas harían que aquel ejército privado terminase siendo la fuerza organizada que era. La primera, el convencimiento de Luciano de que todos nacían con alguna habilidad útil; y la segunda, que Luciano siempre, sin importar el tiempo que pasase, se sentiría identificado con aquellas criaturas, porque, aunque por otras razones, él también había sido un niño abandonado aun teniendo unos padres y a toda una familia a decir verdad, y cuando los perdió, sus sentimientos no cambiaron, pues nunca los había tenido, y lo que varió fue que Ángelo, aún con sus bruscas maneras, había asumido no solo su custodia, sino que le había brindado más atención y protección de la que le habían dado todos sus parientes juntos. Y tal vez sin notarlo, era Ángelo quien había sembrado en él aquella necesidad de proteger a los que nada tenían, porque eso era lo que había hecho Ángelo con él.

Luciano trató de desalojar los recuerdos, pero éstos siguieron empeñados en quedarse allí. Recordó que él siempre supo que cuando Ángelo se queda en la mansión o cuando se marchaba tarde y antes de hacerlo, pasaba por su habitación y, de hecho, la primera vez que lo había visto entrar y Ángelo había pasado la mano por su cabeza, él había estado a punto de clavarle el cuchillo que se había acostumbrado a tener bajo la almohada desde que concluyó que su padre quería asesinarlo. Sin embargo, algo, que con posterioridad atribuiría al instinto, le había impedido atacarlo, así que guardó silencio y aquello se repetiría en incontables oportunidades.




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