Después de las bodas todo parecía haber vuelto a la normalidad, y aunque durante el día se escuchaban gritos, llantos, risas o pleitos entre los más pequeños, la casa era lo suficientemente grande como para que Ángelo se enterase poco de lo anterior. Él había ido delegando cada vez más responsabilidades en Giulio, y aunque éste se hallaba bastante ocupado en asegurarse que las empresas marchasen tan bien allí como lo habían hecho al otro lado del mundo, había ido asumiendo la presidencia casi sin notarlo. De modo que, por lo anterior, Ángelo disponía de más tiempo que empleaba en recorrer sus tierras, visitar los viñedos que estaban un poco más lejos, y ocasionalmente había secuestrado a su mujer y se iban a algún poblado cercano a pasar uno o dos días lejos del caos de su casa. Sin embargo, cuando estaba en casa, y después de desembarazarse de Gianfranco, se iba a su despacho donde revisaba cualquier cosa que Giulio o Nino le remitiesen para orientación o aprobación.
Aquella mañana, estaba intentando convencer a Gianfranco de irse a jugar y el niño tenía el mismo empeño en arrástralo con él, cuando entró Enzo. Ya Ángelo se había extrañado por la tardanza, pues habitualmente cuando él bajaba, ya Enzo lo esperaba con el café, pero ese día no había sido así, y se preocupó al verlo cejijunto. Una vez que Vittoria se llevó a Gianfranco, Ángelo quiso saber qué le sucedía a Enzo.
Usualmente cuando hacía referencia al hijo de Enzo y Camelia, el primero reía, pues ya había concluido que su hijo o bien quería matarlo, o no tenía muy claro que era su padre, y definitivamente no había heredado nada de su tranquilidad, pero como en esta ocasión no fue así, Ángelo comenzó a preocuparse.
Como ya habían llegado al despacho, Ángelo se giró y lo miró, pues le lucía muy extraña aquella frase, pero finalmente terminaría burlándose malignamente de Enzo al escucharlo.
Hasta fecha reciente, Enzo se llevaba bien con todos sus parientes, pero ninguno de sus sobrinos con excepción de Alfredo, el hijo mayor de su hermano Ignacio, lo había llamado nunca tío, algo que era bastante común entre los chicos fueran sobrinos o no, pues siempre llamaban tío no solo a los hermanos de sus progenitores, sino a los primos contemporáneos con éstos, pero nunca había sucedido ni con Enzo ni con Fredo. Sin embargo, desde que había muerto Don Guido, todos lo hacían incluido Franco que era el individuo más Fredo de la última generación, y por algún motivo, eso descomponía mucho a Enzo y era lo que le estaba diciendo a Ángelo.
A Enzo le provocó asestarle, pues ciertamente Ángelo no podía entenderlo, porque sus sobrinos siempre lo habían tratado igual, y, por otra parte, aunque legalmente la cabeza había seguido siendo Don Carlo, Ángelo había asumido la responsabilidad por aquellas problemáticas familias a muy temprana edad. Ángelo aún tenía la sonrisa maligna tan Del Piero cuando Amelia asomó la cabeza.
Sin embargo, ella dio un paso atrás cerrando la puerta y los dos hombres se miraron.
Ángelo estaba ahora tan mortificado como Enzo y no por cómo lo llamasen, sino porque aquella actitud no se correspondía en nada con la Amelia que todos conocían.
A Enzo siempre le había hecho gracia que llamasen a aquel pequeño salón que daba a la terraza trasera, el salón de té cuando la única que lo tomaba en aquella casa era Kelly y no ahí precisamente.
Enzo estaba bastante seguro de lo primero, lo que lo asombraba de todas las formas posibles, era que aquella era la forma de vida de su sobrina desde antes de aprender a caminar, y al menos él, pensaba que aquella particularidad de Camila, la madre de la chica, de ir por ahí desmayándose por cualquier cosa, era producto de los muchos sustos que le habían dado tanto Amelia como Renzo, pero más allá de eso, lo segundo hizo que pasara del asombro a la franca preocupación, porque si algo no había hecho Amelia nunca en su vida, era pedir ayuda a nadie, pues solía arreglar los líos en los que se metía de las formas más creativas, aunque no necesariamente aceptables.
Enzo se preguntó cuál era el problema, porque nada de lo que había dicho hasta el momento lo era, o al menos no tratándose de Amelia. De modo que pensó como lo hacía Ángelo siempre, es decir, que el individuo en cuestión quisiese demandarlos.