Santiago Sandoval
Estaba ansioso por regresar a Montenegro, había pasado más de un año desde aquella vez en la que vi por primera vez esos ojos azules que no he podido olvidar, pareciera que se habían clavado en lo más profundo de mis recuerdos.
Semanas antes, mi padre había comentado durante la cena su intención de que pasáramos al menos un fin de semana en Montenegro, deseaba visitar las tierras que lo vieron crecer, me di cuenta por su rostro la nostalgia que se reflejaba, esta fue mi oportunidad de apoyarlo para que mi madre cediera para visitar el pueblo. Después de pensarlo mucho, mamá aceptó, sería solo un fin de semana, papá comentó también que había cosas sobre las minas que deseaba checar junto a mi tío.
—¿Hay algún problema, papá? —pregunté intrigado, antes, le comenté la conversación que tuve con mi tío, quien me había asegurado que todo estaba bien en las minas, que lo del derrumbe que Bruno me había contado fue solo un accidente que esperaba no se volviera a repetir.
—No tengo ningún hijo, todo está bien, solo que ya han pasado muchos años desde la última vez que pisé las oficinas de las minas.
Asentí.
—Te hará bien estar ahí —le aseguré con una sonrisa.
…
Conté cada día que faltaba para estar de nuevo en el pueblo, se me hicieron eternos a pesar de no estar seguro si me atrevería a buscarla, tal vez ya ni siquiera me recordaba, o tal vez ya tenía algún noviecillo por ahí, sacudí mi cabeza con molestia, ¿Por qué me sentía así? Sonreí de manera irónica, lo sabía perfectamente, Christa no solo me había robado el aliento, sino que también el corazón, aunque ella no lo supiera.
De pronto sentí como una pelota de esponja anti estrés pegó en mi frente.
—¿En qué piensas princeso? —fulminé con la mirada a mi hermano, quien me veía desde el marco de la puerta con una sonrisa sardónica. A Christian le encantaba molestar con ese apodo, decía que era una especie de princesa porque era el único miembro de la familia que no era doctor.
Tomé la pelota y se la regresé con todas mis fuerzas, pero él pudo detenerla con las manos. Entró al interior de mi habitación sentándose en la silla del escritorio que tenía al lado de mi cama.
—¿Irás a Montenegro este fin de semana con nosotros? —le pregunté, aunque ya sabía la respuesta que me daría.
—No, tengo guardia nocturna del hospital el viernes y el sábado saldré a cenar con Sofía.
Asentí.
—Hace muchos años que no visitas la casa de los abuelos en el pueblo, un día podrías invitar a Sofía para que venga con nosotros.
—Montenegro ya es solo un recuerdo de cuando éramos niños, mi vida está aquí en la Capital, me gustaba ir al pueblo cuando los abuelos vivían, pero ahora que no están ya no le veo el caso, solo tú que insistes en regresar para trabajar en las minas, pero allá estarás solo sin nadie de nosotros contigo, ¡bonita motivación! Si hubieras escuchado a mamá de estudiar medicina, hay buenas chicas como Sofía, bonitas e inteligentes, no como las pueblerinas de Montenegro cuyas metas más comunes son casarse, tener hijos y vivir una vida de labores domésticas—se mofó con una risa, a veces me desesperaba lo despectivo que Christian sonaba cuando hablaba de esa manera del pueblo, si tan solo conociera a Christa no diría lo mismo.
—Cada quien toma sus decisiones, apenas termine mis residencias, le pediré a mi tío que me reciba en las minas.
—Me mandas una foto de tu rostro al salir tiznado de carbón —río.
—No me simpatizas —le solté un pequeño golpe en el hombro a manera de juego. Vi como Christian se puso de pie y salió de la habitación. Me llevaba bien con mi hermano, aunque a veces fuera altanero, era mayor que yo por cinco años, médico en la misma clínica donde trabajaban nuestros padres y estaba en planes de boda con su novia, doctora también, la familia de médicos iba creciendo. Al parecer él ya tenía toda su vida planificada. Pero yo no…
Crecí viendo la vida de mis padres, me aterraba pasar el resto de mi vida encerrado 10 o más horas entre las cuatro paredes de un consultorio, respetaba la profesión de un médico, pero dentro de mí siempre supe que no era mi vocación. La rutina no era lo mío, quería algo nuevo para mí, para mi vida, mis abuelos me habían inculcado el amor que tanto le tenían al pueblo de Montenegro.
…
Llegamos a casa de los abuelos el viernes por la noche, mi tío Ignacio nos recibió con una cena estilo parrillada en el comedor de mármol puro que mi abuelo antes había enviado construir, toda la casa de la familia Sandoval tenía una fachada de piedra que combinaban perfecto con los sabinos que había alrededor. La carne estaba tan deliciosa que hasta a mi madre le encantó.
—Está muy sabrosa esta carne—dijo mi madre.
—Es de las más finas reses del rancho Los nogales, la mejor de toda la región, mandé comprar unos cortes de reses, especialmente para esta cena —explicó mi tío con orgullo, inmediatamente ubiqué el nombre del rancho, era el mismo de la familia de Christa.
—¿De los Alemanes que se asentaron aquí hace mucho tiempo? —preguntó papá siguiendo la plática.
—Si, esos mismos, supieron ganarse a la gente del pueblo y los alrededores, resultaron buenos para la ganadería y la agricultura, su rancho les ha dado mucho.
—¿Frecuentas a los Bauer, tío? —pregunté con curiosidad, pues él hablaba de ellos como si fueran cercanos.
Mi tío asintió.
—Sí, he tenido la oportunidad de hablar con Abraham un par de veces, incluso una vez le insinué que me gustaba una de sus hijas, la chamaca estaba rebuena.
—¡Ignacio! —lo reprendió mi padre.
Toda mi espalda se tensó, mi tío era un hombre de casi cuarenta años, aunque hasta ahora no se había casado tenía fama de enamorar mujeres jóvenes aunque después se aburriera de ellas, ¿Qué tenía que andar poniendo los ojos en alguna de las Bauer?
Mi tío río.
—En aquel entonces, la chiquilla tenía unos dieciocho años, era la mayorcita de la familia, le dije a su padre que haríamos excelentes negocios, él es el ejidatario más importante de la región, yo el empresario minero más poderoso, sería negocio redondo, pero se negó, lástima.
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Editado: 02.01.2025