Deuda de juego

11. Otra deuda pendiente

Continuaron bailando como si nada hubiera pasado. Como si solo hubieran intercambiado frases triviales, como si no acabaran de cruzar un límite invisible.

No lo admitirían, no todavía, aunque ambos lo sabían, ambos lo deseaban. El beso que no se dieron esa noche quedó suspendido entre ellos, ardiendo en la superficie de sus labios, latiendo en sus pensamientos, aguardando su momento. Otra, deuda pendiente que el tiempo se encargaría de reclamar.

Gabriel la deseaba, quería besarla, quería prolongar el roce de sus labios como no había podido hacerlo aquella tarde en el restaurante. Pero sabía que no era el lugar, no todavía. Había algo delicioso en esa espera, en esa tensión que crecía, que se acumulaba con cada gesto contenido, con cada mirada prolongada.

La noche avanzó entre copas de vino, conversaciones estratégicas y un sinfín de miradas posesivas que Gabriel le dedicaba, como si con eso dejara claro, ante todos, que esa mujer le pertenecía. Su mano en la cintura de ella fue una constante, sus roces sutiles, sus caricias disimuladas, todo era parte del mismo juego: demostrar que era su esposa, que nadie debía atreverse a acercarse.

Ella, por su parte, se debatía en su propio conflicto. Había aceptado ese anillo, había aceptado ese papel. Aun así, no sabía si estaba dispuesta a aceptar el siguiente paso: la intimidad, la entrega, con la vulnerabilidad que eso implicaba. Su cuerpo respondía a Gabriel con cada roce, con cada mirada intensa, con cada palabra sutilmente ambigua, pero su mente se aferraba al último resquicio de control que le quedaba.

En el coche de regreso, el silencio se instaló nuevamente, pero esta vez estaba cargado de algo más denso, algo que instalaba entre ellos y los mantenía en vilo, algo que no podían seguir ignorando.

—¿Estás cansada? —preguntó él, con la voz baja, como si temiera romper la burbuja de tensión que los envolvía.

—Un poco —admitió ella, sin mirarlo, con la vista fija en la ciudad que se desdibujaba al otro lado de la ventanilla.

—¿Quieres que prepare algo para cenar en casa? —su tono fue sorprendentemente casual, pero Isabella lo percibió como un intento de acercarse, de alargar la velada.

Ella lo miró, sorprendida por el ofrecimiento que no esperaba. Pensó en negarse, en encerrarse en su habitación como cada noche, en poner esa distancia que le ayudaba a sobrevivir al día a día, pero sin pensar habló.

—Sí —respondió finalmente, sintiendo, por primera vez, la necesidad de no alejarse—. Cenar contigo suena bien.

Cuando llegaron al apartamento, la invitó a ponerse cómoda mientras él preparaba algo ligero. Ella subió a su habitación y se permitió un baño rápido, buscando disipar el calor acumulado en su cuerpo, aunque sabía que el agua no bastaría para apaciguar la inquietud que la consumía.

Se vistió con una de sus pijamas habituales, sin pensar demasiado. Una camiseta de tirantes fina, de tela suave, y un short corto que dejaba ver sus piernas delgadas y elegantes. Así eran sus pijamas: cómodas, prácticas, sin intención de provocar y, curiosamente, sobre su piel blanca, aquella prenda parecía tener el efecto contrario. Se calzó unas chancletas afelpadas, adorables en contraste con su porte siempre impecable, y dejó que su cabello, aún húmedo, cayera suelto en cascada de rizos rebeldes que le daban un aire de frescura y cercanía que pocas veces se permitía mostrar.

Bajó a la cocina y lo encontró allí, moviéndose con una destreza que no esperaba. Cortaba ingredientes, organizaba platos, vertía vino en dos copas. Se había despojado de la chaqueta, de la camisa, de los zapatos. Estaba descalzo, relajado, y su torso desnudo exhibía sin reservas su silueta bien definida por el ejercicio constante, cada marca que hablaba de disciplina y fuerza. Pero lo que más atrapó la atención de Isabella cuando el se giró fue al tatuaje. Un ave fénix, extendiendo sus alas desde su pecho hasta casi rozar su clavícula. Parecía estar en pleno vuelo, vivo, indomable.

Ella se quedó inmóvil, absorta, como si aquel detalle le hubiera revelado algo más profundo sobre él. Algo que no estaba escrito en ningún contrato.

Al percibir su mirada, se giró aún más hacia ella con un gesto tranquilo, pero en su voz se deslizó una nota de provocación.

—¿Te gusta? —preguntó, sin apartar la vista de sus ojos.

Isabella intentó reaccionar, pero las palabras se enredaron en su garganta. Dio un pequeño traspié al intentar retroceder, torpe, completamente desarmada por la cercanía y la intensidad de ese momento. Gabriel, ágil, la sostuvo con rapidez, antes que terminara de perder el equilibrio, con un gesto instintivo y protector como si siempre hubiera pertenecido allí.

Quedaron muy cerca, demasiado. Sus respiraciones se cruzaron, la cercanía física hizo palpable la tensión que los arrastraba desde temprano.

Isabella sintió cómo el pulso le retumbaba en los oídos. Lo sintió demasiado cerca, demasiado real, demasiado irresistible. Actuó por puro instinto.

Lo besó, un roce fugaz, pero intenso que apenas duró un instante, un roce de labios que bastó para alterarlo todo. No había planeado hacerlo, no había considerado las consecuencias. Solo lo hizo.

Cuando sus propios sentidos la traicionaron y la consciencia la golpeó, se separó de inmediato, sin darle oportunidad de retenerla. Retrocedió con torpeza, como si el suelo quemara bajo sus pies. Sus mejillas ardían, sus manos temblaban y ni siquiera se atrevió a mirarlo.




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