La puerta se abrió, Isabella regresó acompañada por la enfermera. Su paso era pausado, pero firme, como si tratara de mantener el control a pesar de todo lo que sentía por dentro. Gabriel se levantó de inmediato, le tendió una sonrisa tranquila, como si nada hubiera pasado, como si no acabara de recibir una de las confesiones más íntimas que alguien podía compartir.
Pero por dentro… por dentro, el mundo de él se había desacomodado por completo.
La imagen de ella cruzando ese umbral, frágil y decidida, con el rostro aún sonrojado por la vulnerabilidad de lo dicho, lo golpeó con la fuerza de una revelación. Acababa de confirmarlo: Isabella no había estado con nadie, ni física ni emocionalmente. A sus veintiocho años, seguía siendo una hoja en blanco en el arte de amar… y él estaba frente a una posibilidad que jamás imaginó.
Ser el primero, ser el único. El hombre que la descubriera, que la guiara, que la cuidara con el respeto y la devoción que su corazón virginal merecía.
Algo primitivo, poderoso, se removió en su interior. No era solo deseo, aunque el deseo se le arremolinaba en las entrañas como un fuego lento. Era algo más profundo, más peligroso también, su ego masculino, su instinto posesivo, su necesidad de tenerla… se ensanchó con violencia. La idea de que pudiera pertenecerle no por contrato ni por apariencias, sino por elección, por entrega auténtica, lo embriagaba con una mezcla entre ternura y necesidad salvaje.
La miró, y por un instante, no vio a la abogada fuerte y controlada, ni a la mujer independiente que había pactado un matrimonio por conveniencia. Vio a su esposa, a la madre de sus hijos, a la única mujer a la que querría besar cada mañana y acariciar cada noche. De pronto y sin que lo hubiera pensado antes, todo en él se alineó con un propósito firme y claro: conquistarla sin forzarla, sin presionarla.
Enamorarla con paciencia, con inteligencia, con ternura y deseo. Hasta que ella le abriera el alma como una puerta que se abre sola, sin empujones.
«Seré el primero… pero también el último», se prometió mientras le sostenía la mirada con una suavidad medida, consciente del torbellino emocional que ella debía estar experimentando. La amaría a su tiempo, a su ritmo. Haría que cada paso que dieran juntos fuera seguro, memorable, verdadero. Ya no se trataba de una obligación ni de un papel firmado. Se trataba de ella, de su Bella.
La doctora los alcanzó en la puerta con algunas recomendaciones generales sobre fertilidad, les habló del seguimiento de los resultados y les deseó suerte en el proceso. Isabella agradeció con una inclinación de cabeza, sin agregar mucho más. Gabriel solo asintió, cortés, y tomó la iniciativa para salir de la clínica.
Caminaron juntos hasta el coche. El aire fresco de la mañana los envolvía, y aunque no se decían nada, la tensión flotaba entre ellos, esa especie de electricidad muda que aparecía cuando el cuerpo hablaba lo que los labios callaban. Isabella miraba al frente, pero Gabriel la observaba a ella, atento a cada gesto, cada respiro. Sentía la necesidad de cuidarla, de decirle cosas que no sabía cómo articular aún.
El trayecto fue corto, pero introspectivo. En silencio, Gabriel condujo hasta una cafetería elegante y tranquila, con amplios ventanales y aroma a pan recién horneado. Escogió una mesa alejada del bullicio, junto a un rincón lleno de plantas que ofrecía un poco de intimidad.
Isabella se acomodó sin una palabra, procesando todo lo que había sucedido. Miraba su taza de café como si pudiera encontrar respuestas en el fondo oscuro del líquido humeante. Gabriel, en cambio, la miraba a ella, cada vez más consciente de que la distancia que aún existía entre ambos no era emocional, sino construida con reservas, con el miedo natural de quien nunca había amado, de quien no sabía cómo empezar y con la convicción« de que quería hacerlo.
—Gracias por acompañarme hoy —dijo ella al fin, en voz baja, sin alzar la mirada.
—No tienes que agradecerme —respondió él con serenidad—. Estoy aquí para ti, mi Bella. No por obligación, sino porque quiero.
Sus palabras la hicieron parpadear la forma en que decía «mi Bella». Alzó la vista, encontrándose con la intensidad suave de sus ojos, y se sonrojó bajo el recuerdo de su confesión ante la doctora. Se había visto obligada a revelar detalles personales que ahora la hacían sentir incómoda.
—Esto no era parte del acuerdo —murmuró ella, apenas un suspiro—. Todo esto… no estaba previsto.
Gabriel esbozó una leve sonrisa.
—Hay muchas cosas que no estaban previstas —dijo, entrelazando los dedos sobre la mesa—. No sabía que llegarías a significar tanto para mí. No imaginé que esto dejaría de ser un simple arreglo. Pero aquí estamos… cruzando límites que no pensábamos cruzar.
Ella bajó la mirada, removida por la confesión. Sus dedos jugueteaban con el borde de la taza. El silencio volvió a instalarse, cómodo y a la vez incómodo.
—No quiero que sientas presión —agregó él, con voz baja—. Lo que dijiste hoy… sé lo que significa. Quiero que sepas que no voy a dar ningún paso si no es contigo, si no es a tu ritmo. Pero sí quiero decirte algo sin rodeos, Bella.
Ella alzó el rostro lentamente, atrapada por el tono sincero de su voz.
—Te necesito en mi vida —dijo Gabriel, con firmeza pero sin dureza—. No porque firmamos un papel, no por el contrato… Te necesito porque contigo aprendí lo que significa la calma. Porque cuando estás cerca, todo en mí se ordena. No puedo negar que te deseo, pero más aún, quiero que me dejes ganarte… poco a poco. Con gestos, con respeto, con entrega.
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Editado: 31.07.2025