El segundo mes del contrato estaba por concluir y, contra todo pronóstico, Gabriel no había apresurado nada. No había mencionado la obligación pendiente ni había hecho insinuaciones que la incomodaran. En su lugar, se dedicó a un juego distinto, uno mucho más efectivo: la paciencia.
Cada día, sin falta, tenía un detalle para ella. Unas flores frescas sobre la mesa del desayuno, chocolates artesanales que enviaba a su oficina, cenas preparadas con esmero, desayunos servidos con dedicación. Pequeños gestos que, poco a poco, perforaban las defensas que ella se había prometido mantener intactas.
No podía negar que estaba haciendo las cosas bien. La sorprendía, la escuchaba, compartía su espacio sin imponerse, y siempre encontraba la forma de acercarse un poco más, sin invadirla.
Habían empezado a ver películas juntos por las noches, entre risas y charlas cotidianas que ya se sentían cómodas. Durante esas veladas, Isabella se fue abriendo de manera natural. Le contó sobre su madre, sobre la batalla que perdió contra el cáncer cuando ella apenas había terminado su carrera. La herida seguía allí, viva, palpitante, pero por primera vez en mucho tiempo, hablarlo no la asfixiaba.
También le habló de su padre, de cómo se había refugiado en el juego como única vía para soportar la pérdida. Él la escuchaba con atención sincera, sin interrumpir, sin emitir juicios. Solo estaba ahí, presente, con esa cercanía tranquila que cada vez le era más natural.
Esa noche, Isabella había escogido la película. Se dejó guiar por el título y creyó que sería una comedia romántica, algo ligero para cerrar el día. Preparó una bandeja con quesos, frutas y algunos bocadillos salados, y se acomodaron en el amplio sofá, cada uno con una copa de vino.
—¿Segura que es de amor? —preguntó Gabriel, escéptico, mientras leía la sinopsis en la pantalla.
—Eso dice —respondió ella, encogiéndose de hombros, sin prestar atención a la pantalla mientras escogía una fruta—. Además, confía un poco en mí.
La película comenzó y, a los pocos minutos, ambos comprendieron que no era, en absoluto, lo que ella había imaginado. No era una comedia, no era romántica. Era terror, del puro, de esos que a Isabella no le gustaban, de los que solían provocarle angustia y ansiedad desde siempre.
Intentó disimular al principio, cruzando los brazos, mordiéndose el labio, fingiendo que la tensión no la alcanzaba. No tardó en traicionarse, su cuerpo empezó a encogerse, sus pies buscaron refugio sobre el sofá, y cuando una escena particularmente inquietante llenó la pantalla, sin pensarlo, se acurrucó contra Gabriel, buscando un refugio que él no cuestionó.
La recibió con satisfacción, como si la estuviera esperando desde siempre. No había querido forzar nada, pero tampoco iba a frenar lo que nacía de manera espontánea. La rodeó con un brazo, atrayéndola más contra su pecho, y comenzó a acariciar su espalda con movimientos lentos y suaves. Sentirla tan cerca, sentir cómo ella se abandonaba a su abrazo, fue una recompensa mayor que cualquier victoria profesional.
—Si quieres, la quitamos —le ofreció, murmurando cerca de su oído.
—No… ya empezamos —murmuró Isabella, aunque su cuerpo se tensaba con cada sobresalto de la película.
Gabriel sonrió, deslizando su mano por su brazo, acariciándola con una dulzura que ella jamás habría imaginado en él. No hizo bromas, no se burló de su miedo. Solo estuvo allí, firme, cálido, seguro.
El tiempo pasó y, poco a poco, la película se volvió un sonido de fondo. Isabella ya no la seguía, ni siquiera miraba la pantalla. Se había refugiado por completo en él, pegada a su cuerpo, respirando al ritmo que le marcaba sin saberlo.
La necesidad de sentirlo más cerca creció sin permiso. Levantó la mirada y lo encontró observándola. Sus ojos eran dos llamas tranquilas que parecían esperar algo, pero no exigían. No la apresuraban.
Fue Isabella quien, sin pensarlo demasiado, acortó la distancia y buscó sus labios.
El primer roce fue torpe, rápido, como si temiera haber cruzado un límite que no debía. Gabriel no se apartó, al contrario, sostuvo su rostro entre sus manos y le devolvió el beso con la misma necesidad que ella no supo disimular.
Se besaron con el deseo acumulado en cada gesto de los últimos meses, con la urgencia de quienes no sabían cuánto tiempo habían estado esperando por ese momento.
El mundo exterior desapareció. La película, el vino, los platos para picar. Todo quedó suspendido mientras ellos se encontraban en ese espacio diminuto donde solo existían los latidos y el calor compartido.
Cuando Isabella se separó, con la respiración entrecortada, no encontró las palabras. Tampoco las necesitó, Gabriel acarició su mejilla, dejando que ella decidiera si quería seguir o si debía detenerse.
Ella apoyó su frente en su pecho, cerró los ojos y permaneció así, respirando hondo, dejándose envolver por la seguridad que él le ofrecía. Era la primera vez que se sentía así, tan próxima, tan expuesta y, al mismo tiempo, tan a salvo.
Gabriel no la presionó, no dijo nada más. Solo la sostuvo entre sus brazos, mientras la película seguía avanzando, ignorada. Habían cruzado una línea. Aunque no habían dicho nada en voz alta, ambos lo sabían. Algo había cambiado, algo había comenzado.
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Editado: 31.07.2025