Mientras la película seguía su curso, ellos la ignoraron por completo. El sonido de la banda sonora se convirtió en un murmullo lejano, una excusa perfecta para quedarse ahí, refugiados en el calor del otro. No importaban las escenas, ni los diálogos, ni los sustos. Lo único que parecía tener sentido era el modo en que sus cuerpos se buscaban con una timidez exquisita de quienes se están descubriendo por primera vez.
Los roces eran apenas perceptibles, pero encendían chispas que recorrían la piel con una intensidad peligrosa. Las yemas de los dedos de Gabriel trazaban caminos suaves sobre el brazo de Isabella, sobre su espalda, sobre su cintura, mientras ella, sin pensarlo, respondía a cada caricia con sus propias exploraciones tímidas.
No cruzaron ninguna línea aquella noche, pero se besaron con una necesidad que parecía imposible de contener. Besos largos, dulces, a ratos juguetones y, a ratos, tan intensos que los dejaban sin aliento. Era como si hubiesen descubierto un lugar donde podían perderse sin culpa, donde podían quedarse sin miedo.
—No sabía que besar podía sentirse así… —susurró Isabella, apenas separando sus labios de los de él, sus ojos brillando de emoción y sorpresa.
Gabriel sonrió contra su boca, acariciándole la mejilla con la yema del pulgar.
—Eso es porque estás besando con el alma, Bella. Yo estoy aquí… para adorarte como mereces.
Cada beso se sentía adictivo, una promesa silente de algo que ambos deseaban que, todavía, ninguno se atrevía a reclamar. Gabriel no supo en qué momento la necesidad de tenerla más cerca lo venció, solo que, sin pedir permiso, la alzó en sus brazos con la naturalidad de quien había estado esperando ese momento desde hacía mucho tiempo.
Ella se tensó de inmediato. Lo sintió en sus músculos, en la forma en que se aferró a su cuello con cierta rigidez, como si no estuviera segura de lo que seguía. Él lo notó, por supuesto, la conocía lo suficiente para entender cada pequeño gesto.
—Tranquila, mi Bella —le susurró mientras avanzaba con paso firme hacia su habitación, sin apartar la mirada de sus ojos—. Solo quiero dormir contigo esta noche. No avanzaré más. Esperaré a que estés lista… cuando tú lo decidas.
Ella buscó su mirada con timidez, y lo que vio en esos ojos la desarmó. Había deseo, sí, pero no había prisa, no había exigencias. Solo la promesa silenciosa de que él respetaría sus tiempos. No entendía por qué, pero confiaba en él. Confiaba en que no la traicionaría, en que, por más que lo deseara, sería capaz de sostener su palabra.
La depositó con cuidado sobre su cama, tratándola como algo frágil, valioso. Se tendió a su lado y la atrajo hacia su pecho, rodeándola con sus brazos fuertes y seguros. La acarició con ternura, sin urgencias, como quien sabe que esos momentos también cuentan, que la intimidad no siempre empieza en la piel, sino mucho antes, en la confianza.
—Gabriel… —murmuró ella, apoyando la mejilla sobre su pecho, escuchando el latido firme y constante—. Gracias por no presionarme.
—Gracias a ti por dejarme estar aquí —respondió él, besándole la frente con infinita delicadeza—. No tienes idea de lo que significa esto para mí.
Ella cerró los ojos y se dejó envolver por la calidez de su abrazo. Se aferró a él, sin miedo, sin reservas. La noche los envolvió y, sin darse cuenta, siguieron besándose como adolescentes, entre risas suaves, entre susurros que no necesitaban palabras. Se acariciaron con inocencia, con respeto, con una dulzura que ninguno de los dos habría anticipado.
—No sé cómo lo haces —dijo Isabella, ya medio dormida—. Pero contigo… me siento segura. Como si nada malo pudiera tocarme.
La miró en silencio. Quiso decirle muchas cosas, pero se las guardó en el pecho, donde ardían con fuerza. Solo deslizó los dedos por su cabello y la abrazó más fuerte, como su cuerpo pudiera transmitirle todo lo que no se atrevía a decirle en voz alta.
El día los descubrió entre caricias perezosas y besos suaves que no habían dejado de buscarse durante la madrugada. No se apresuraron a separarse, no fingieron que nada había pasado. Permanecieron así, disfrutando de la cercanía, de la tranquilidad que les daba ese espacio compartido.
Gabriel jugaba con los rizos rojos de su Bella con movimientos distraídos, como si no quisiera que esos minutos terminaran nunca. Ella se sentía cómoda, feliz, como si, por fin, hubiera encontrado un refugio en él. Era hermoso sentir cómo la adoraba en esos gestos sencillos, cómo no la presionaba, cómo la disfrutaba tal como estaba, sin esperar más.
En su interior, Gabriel ardía. Su corazón y su cuerpo la deseaban con una devoción feroz. No solo por lo que representaba, sino por lo que despertaba en él. La idea de ser su primer hombre, su único amante, el único que conocería la dulzura de su entrega, lo inflamaba con un orgullo indescifrable.
Se lo prometió en silencio, mientras la observaba dormitar en su pecho: «Voy a conquistarte, mi Bella. Cuando te entregues a mí, amor, lo harás siendo completamente mía. No por contrato… sino porque me elegiste. Porque me amarás como yo ya te amo».
Sabía que no podía sostener esa delicada distancia por muchas noches más. Su cuerpo necesitaba más, la deseaba con una intensidad que comenzaba a escaparse de su control. Pero también sabía que la estaba disfrutando, que cada caricia retenida, cada beso interrumpido, cada límite respetado solo alimentaba el deseo de una forma que jamás había experimentado.
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Editado: 31.07.2025