Esa semana transcurrió entre caricias y besos que se volvieron más profundos, más naturales. No había urgencia, no había exigencias. Solo había un delicado equilibrio donde ambos afianzaban una confianza creciente, donde cada roce y cada palabra contribuían a construir algo que ninguno había planeado.
Gabriel se había mantenido fiel a su promesa: no apresuraría las cosas. En lugar de eso, la consentía cada día con detalles inesperados. A veces eran flores frescas en su habitación, chocolates artesanales, o un desayuno cuidadosamente preparado que la esperaba al despertar. Isabella, por su parte, comenzó a sentirse cómoda a su lado, a buscarlo de forma instintiva, a descubrir que le agradaba tenerlo cerca, que sus gestos ya no la incomodaban como antes.
Esa semana, sin embargo, los llevó a cumplir con algunas de sus obligaciones laborales. Gabriel tuvo que asistir al casino por una situación puntual que requería su presencia. Ella, por su parte, se encontró con un cliente importante con quien logró cerrar un contrato significativo para su pequeño despacho.
Había salido satisfecha de la reunión con su cliente y cerrado el trato, uno importante, aunque la jornada había sido larga, una intuición le impulsó a cambiar de rumbo. Estaba cerca del casino donde Gabriel trabajaba, y la idea de sorprenderlo le pareció atractiva.
Quizá era la costumbre de ser siempre ella la que recibiera sorpresas, quizá era solo un deseo espontáneo de verlo. Lo cierto es que, sin darse cuenta, ya estaba atravesando la entrada del edificio, saludando con naturalidad al personal que la reconocía como la esposa de Gabriel Deveraux.
Uno de los empleados se ofreció a guiarla hasta su oficina privada, pero Isabella prefirió llegar sola. Ya conocía el camino y, en cierto modo, le gustaba la idea de aparecer sin previo aviso.
Mientras se aproximaba al despacho, las voces elevadas captaron su atención. Se detuvo a unos pasos de la puerta entreabierta. Reconoció de inmediato la voz de Gabriel, profunda, cargada de fastidio, y la de una mujer, aguda y claramente alterada.
—Te estoy diciendo que estoy embarazada, Gabriel —insistió la mujer, la misma rubia que Isabella recordaba haber visto aquella vez en el restaurante—. Casi tres meses. No puedes ignorarlo.
—Puedes estar embarazada, no lo dudo. De ser así, es de alguien más —la voz de él fue un filo helado, rotundo—. No puede ser mío.
—Fue la única noche que estuvimos juntos, justo antes de que firmaras ese estúpido contrato —la mujer enfatizó con rabia—. ¿Ahora me vas a decir que no te acuerdas?
El corazón de Isabella se contrajo, pero no por celos. La confesión le dejaba claro que había ocurrido antes de su matrimonio. Eso la tranquilizó por un instante. Pero lo que escuchó a continuación la dejó completamente descolocada.
—Tú no entiendes —Gabriel se pasó las manos por el cabello, visiblemente irritado—. Justamente por mujeres como tú decidí no tener hijos. ¿Sabes? Ahora debo agradecer que soy estéril. Agradecerlo, porque no traeré hijos al mundo con alguien como tú.
El silencio que siguió fue atronador para Isabella. Sintió que el suelo se desmoronaba bajo sus pies. ¿Estéril? ¿Cómo podía ser? Las palabras rebotaron en su mente con fuerza, incapaz de procesarlas de inmediato.
»No puedo tener hijos —recalcó Gabriel, como si necesitara que la mujer lo comprendiera de una vez—. No insistas. No me busques más. Sal por esa puerta antes de que haga que te saquen.
En ese momento, como si una fuerza invisible los conectara, Gabriel levantó la vista al apuntar hacia la puerta y la vio. Isabella estaba de pie en el umbral, pálida, sus ojos enormes reflejando el impacto. La sangre pareció abandonarla, sus piernas temblaron y, por un instante, creyó que caería.
»Bella —murmuró Gabriel con su voz quebrada por primera vez en mucho tiempo.
En dos zancadas estuvo junto a ella, justo a tiempo para sujetarla antes de que su cuerpo cediera. La rubia, al notar la escena, soltó una risa desdeñosa.
—Qué conveniente —espetó, paseando la mirada por Isabella y deteniéndose con especial atención en el anillo que brillaba en su mano—. Que tengas suerte con tu matrimonio, Gabriel. Vas a necesitarla. —Con esas palabras se marchó, sin dejar de lanzar miradas maliciosas mientras abandonaba el despacho.
Gabriel no le prestó atención. Solo tenía ojos para su esposa, a quien había acomodado con suavidad en un butacón cercano. Su rostro seguía pálido, sus labios temblorosos. La sujetó con firmeza, llamándola por su nombre con creciente preocupación.
—Bella, mírame. Respira, por favor —le rogó, tomando sus manos heladas entre las suyas mientras buscaba ayuda con la otra—. Todo está bien. Estoy aquí. Te voy a explicar.
»¡Alguien que me ayude! —gritó desesperado. Una asistente entró de inmediato tras escuchar el llamado.
Gabriel le pidió agua y algo de azúcar mientras se mantenía a su lado, acariciándole las mejillas con movimientos suaves.
»Respira, mi Bella, solo respira —le susurraba con insistencia, sin apartar la vista de ella—. No quiero que malinterpretes lo que escuchaste. Voy a explicártelo todo, lo prometo.
Isabella trató de enfocarse en su respiración, en la calidez de sus manos, en la seguridad que Gabriel le transmitía. Pero en su mente seguía resonando la misma frase:«No puedo tener hijos».
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Editado: 31.07.2025