Gabriel se puso de pie y cerró la puerta tras de ellos con una lentitud casi dolorosa, como si buscara retrasar lo inevitable. La habitación se impregnó de un silencio denso, casi insoportable. Frente a él, Isabella, que se había levantado del butacón, era la viva imagen de la decepción. Sus ojos, normalmente firmes y desafiantes, ahora estaban apagados, vacíos, como si algo dentro de ella se hubiera roto y no pudiera volver a recomponerse.
—Siéntate, por favor —pidió él, con la voz grave, sostenida apenas por un hilo.
Isabella avanzó con movimientos rígidos, como si sostener su propio cuerpo fuera una carga excesiva. Se dejó caer sobre el sofá, cruzó los brazos con fuerza sobre el pecho y lo miró sin mirarlo, como si se estuviera obligando a permanecer allí por mera formalidad.
Gabriel se sentó frente a ella, a una distancia prudente, consciente de que cualquier intento por acercarse solo avivaría las llamas del enojo.
—Sé lo que escuchaste —empezó, sin rodeos, con un peso que le hundía el pecho—. No voy a mentirte. Amanda... mujeres como ella son todo lo que desprecio de este mundo. Solo se acercan por lo que tengo, por lo que puedo ofrecerles, no por lo que soy. Mienten, manipulan, tejen trampas para atraparte, para destruirte.
Isabella arqueó una ceja, incrédula, la rabia en sus pupilas brillaban como un incendio contenido.
—¿Y tu solución fue hacerte una vasectomía? ¿Fue tan simple como eso?
—Sí —admitió, con la franqueza de quien ya no podía esconderse—. Me cansé de chantajes disfrazados de cariño. De falsas promesas. Me aseguré de no tener hijos accidentales. Pero antes de hacerlo, guardé varias muestras. No quería cerrarme la puerta por completo. Si algún día encontraba a la mujer adecuada...
Isabella tragó con fuerza, cada palabra era una puñalada que abría una herida más profunda.
—¿La mujer adecuada? ¿Y según tú… fui yo? —espetó Isabella con amargura, con la voz temblorosa, cargada de incredulidad y rabia—. ¿Por qué, Gabriel? ¿Por qué yo? ¿Qué te hizo pensar que podía aceptar este papel miserable en tu maldito juego?
Gabriel desvió la mirada apenas por un segundo, como si buscar las palabras correctas fuera tan doloroso como el peso que cargaba en el pecho. Sabía que ya la estaba perdiendo, pero aun así decidió decirle la verdad.
—Porque ya te conocía —confesó al fin, con un tono casi derrotado—. Sabía quién eras tú. Sabía que intentabas sostener a tu padre, a pesar de su adicción, a pesar de sus caídas. El contrato ya estaba preparado mucho antes, Isabella. Solo necesitaba encontrar a alguien como tú… alguien real. Cuando vi cómo él se acercaba al borde… supe que vendrías a salvarlo.
El cuerpo de Isabella se tensó de inmediato, como si sus músculos se prepararan para la batalla final. La furia la empujó a levantarse de golpe, la respiración agitada, la sangre latiéndole con fuerza en las sienes.
—¡Lo dejaste hundirse a propósito! —le gritó, como si necesitara sacarse de dentro el veneno—. ¡Le diste cuerda! ¡Le diste crédito sabiendo que no podría pagarlo! ¡Eres un maldito! ¡Me usaste! ¡Me manipulaste desde el principio!
—¡No! —Gabriel se levantó también, la desesperación rasgándole la garganta—. ¡No fue así! Escúchame, Isabella, por favor. En el casino tenemos un protocolo. Todos los jugadores recurrentes que cruzan ciertos límites son investigados. Es nuestro sistema. Tu padre no fue especial, no fue un blanco… No lo elegí por ti, era solo un nombre más en una lista. —Corrió hacia un archivador cercano, sacó una docena de carpetas y las puso frente a ella, como si esos papeles pudieran salvar lo que quedaba de ellos—. Aquí están —dijo, con la respiración agitada, casi implorando—. No era algo personal, era procedimiento. Pero cuando supe quién eras… cuando te vi enfrentarte a todo, sin rendirte, sin venderte, supe que serías tú. No solo por el contrato, Isabella, eras tú… por mí.
Ella lo miró como si ya no lo reconociera, como si el hombre que comenzaba a habitar en su corazón se hubiera desvanecido frente a sus ojos. Dio dos pasos atrás, como si su cercanía fuera un veneno que la asfixiaba.
—No me toques —advirtió, su voz hecha pedazos, pero con la firmeza suficiente para poner un muro entre ellos—. No me vuelvas a tocar. No quiero tus caricias, ni tus atenciones, ni tus malditas explicaciones.
—Isabella, por favor…
—¡Fija la fecha! —lo cortó, señalándolo con un dedo tembloroso, mientras las lágrimas descendían sin freno por sus mejillas—. ¡Fija la maldita fecha para la inseminación! Cumpliré mi parte del contrato. Eso es todo lo que soy para ti. Un trato. Un acuerdo. Una mujer que firmó tus papeles. Cumpliré. Pero después de eso… no quiero volver a verte nunca más. Nunca más.
—No es así —murmuró Gabriel, su voz casi rota—. Para mí no es una farsa. No lo ha sido desde el primer día. Desde que te vi, me impresionaste. Me desafiaste. Me admiraste. Y te juro, Isabella, que te deseé de una forma que jamás había sentido por nadie. Por primera vez… me vi a tu lado. Me vi teniendo una vida contigo.
Ella negó con la cabeza, furiosa, sus lágrimas ya no eran únicamente de dolor, sino de la más profunda decepción.
—No me importa lo que viste. No me importa lo que imaginaste. —Su mirada ardía, sus palabras eran cuchillos—. No me interesa ser la mujer que elegiste para este circo. No quiero tu vida. No quiero tus sueños. No quiero tus mentiras.
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Editado: 08.08.2025