Deuda de juego

22. Abriéndose

Los días siguientes transcurrieron con Gabriel volcándose en atenciones hacia Isabella, intentando distraerla y alejarla de esos pensamientos que la acosaban con más fuerza a medida que se acercaba su período. Ella no sentía ningún síntoma que le indicara que el tratamiento había funcionado, y la ansiedad comenzaba a hacerse presente, como una sombra creciente que no podía apartar.

—Solo respira, Isabella —le repetía él con paciencia, mientras le preparaba el desayuno o le enviaba mensajes cariñosos durante el día—. No puedes controlar esto, pero sí puedes confiar en que todo saldrá bien.

Por otro lado, la llegada del abuelo Deveraux a la ciudad añadía un nuevo matiz a su realidad. El almuerzo para conocer a la familia estaba a solo un par de días, y Gabriel sintió la necesidad de compartir con ella algo más de su historia.

Una tarde, sentados en el sofá, Gabriel comenzó a hablar con una mezcla de nostalgia y sinceridad.

—Isabella, quiero que entiendas algo sobre mi familia —dijo, tomando su mano con firmeza—. Mi abuelo es el único que siempre me quiso de verdad. Mi hermano y mi madrastra… ellos hicieron todo lo posible para hacerme sentir un intruso. Mi padre llegó a enviarme a un internado porque les creyó las mentiras. —Ella apretó suavemente su mano, animándolo a continuar.

—Fue mi abuelo quien confió en mí cuando nadie más lo hacía. Fue mi socio para fundar el primer casino, aportando el capital necesario. Hace años, él renunció a todos los beneficios de ese negocio. Decía que tenía más de lo que podía gastar, que todo el esfuerzo era mío y para evitar que alguien de la familia tuviera derechos sobre ello después de su muerte, me dejó como único dueño y beneficiario. Mientras él viva, será él quien dirija la empresa familiar y me designó a mí para representarlo mientras él disfruta de su jubilacion. Eso ha molestado mucho a mi familia —explicó, con un dejo de orgullo y amargura—. Que el nieto bastardo y relegado tenga el control económico… mientras tanto, mi abuelo se dedica a pasear y a disfrutar de su vejez.

Isabella lo miró con ojos llenos de comprensión, sintiendo la carga que llevaba.

—¿Y tu hermano? —preguntó suavemente. Gabriel frunció el ceño.

—Un desastre. Solo quiere vivir como un parásito, aprovecharse de la familia sin mover un dedo. Mi abuelo lo sabe y está cansado de sus caprichos.

El ambiente se volvió más íntimo. Ella apoyó la cabeza en su hombro y, en silencio, se aferró a esa verdad que Gabriel compartía con ella, sintiendo que, aunque el camino fuera complicado, estaban juntos.

Gabriel le pidió que confiara solo en él o en su abuelo

—Mi familia son buitres —dijo con voz grave, sin adornos—. Todos están esperando que mi abuelo ya no esté para abalanzarse sobre lo que consideran su herencia. No te fíes de ninguno de ellos. No les importa nadie más que ellos mismos. —Lo escuchaba en silencio, sintiendo cómo cada palabra calaba más profundo.

—Todos saben que me hice la vasectomía —continuó, clavando la mirada en sus manos entrelazadas—. Están felices por eso. Porque para ellos no habría bastardos que amenazaran con heredar. —Una sombra de dolor cruzó sus ojos cuando levantó la mirada hacia ella.

—Mi madre… era la novia de mi padre —comenzó, con un deje de tristeza y rabia entremezcladas—. Lo amaba. El día que descubrió que estaba embarazada… también descubrió, por una maldita nota en el periódico, que mi padre era casado. En esa nota anunciaban el nacimiento del primogénito del matrimonio legítimo. —El nudo que llevaba en la garganta se hizo más palpable, pero siguió.

—Ella no sabía que él era casado. No le dio oportunidad de explicarse, se alejó destrozada. Vivió alejada hasta que, cuando estaba a punto de dar a luz, se lo encontró por casualidad. Mi padre se sorprendió al verla en su estado. Cuando nací, me dio su apellido, pero eso no cambió nada. —Isabella sentía su propio corazón encogerse al imaginar esa escena.

—Cuando tenía siete años, mi madre murió de repente —susurró Gabriel, bajando la mirada—. Él me llevó a su casa, ahí comenzó mi infierno. Era solo un niño, no entendía por qué ya no estaba mi mamá, no entendía por qué si me sentía como un extraño en esa casa debía vivir ahí. —Se pasó las manos por el cabello, como si intentara arrancarse los recuerdos.

—Mi hermano me odiaba, y me hostigaba, logrando siempre quedar como la víctima. Mi madrastra me convirtió en el niño problema, el intruso. Logró convencer a mi padre de que yo era muy difícil y me envió a un internado. El único que me visitaba era mi abuelo, nadie más. Él fue mi refugio, mi salvación. —Los ojos de Isabella se llenaron de lágrimas. El dolor de su esposo, ese que rara vez dejaba ver, la golpeó de lleno.

—Todo lo que soy se lo debo a él —continuó Gabriel, más sereno—. Su apoyo, su guía, me enseñaron a sobrevivir. Me enseñó a no necesitar a nadie, a no confiar en nadie.

Gabriel se quedó en silencio, desnudo ante ella, no solo en sus palabras, sino en su alma. Era la primera vez que se despojaba de sus máscaras con tanta honestidad. Lo miró largo rato, conmovida hasta los huesos. Lo comprendía ahora, lo admiraba aún más y lo amaba, lo amaba sin remedio.

Sin decir nada, se acercó y envolvió su rostro entre sus manos, lo obligó a mirarla.

—Nunca más estarás solo. Nunca más.

—Mi madrastra tiene prohibida la entrada a esta casa —le dijo Gabriel mientras le acariciaba distraídamente la mano—. Eso también significa que mi padre no me visita. Sinceramente, es lo mejor. —La seriedad de su voz no dejaba espacio a dudas—. No te fíes de ella, Bella. No dudaría en lastimarte solo por quitarte de mi lado. Para ellos, tú eres un estorbo. Eres un peligro que deben eliminar.




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