Devórame otra vez

9. ANA

Una vez recuperado el oxígeno en el cuerpo, presté atención al niño que lloraba sin emitir sonido, me partió el alma. Estirando mis brazos, le ofrecí cobijo en ellos.

Cristina, Berni y Rau corrieron hacia mí, enojados.

—¿Qué esperaban que hiciera? ¿Qué lo abandonara a su suerte? ¡Jamás! —respondí a mi propia pregunta con vehemencia—. Ahora basta de cantaleta —copié la frase de cabecera de Cristi— tenemos que buscar a los padres de … ¿Cómo te llamás, pequeño?

—Gabriel —respondió en voz baja.

—Ana, vos no tenés que buscar a nadie. Estos vándalos siguen en el barrio, me muero si te pasa algo.

—Cristi —mordí las palabras— necesito saber quiénes son los padres de Gabriel.

—¿Para qué? —preguntó ella con los brazos en jarra.

—Para decirles que hacen un excelente trabajo al mantener a su hijo a salvo. —expliqué en el mismo tono que había usado antes, llena de sarcasmo.

—Ana, entrá a mi casa —respondió Cristi con las mejillas coloradas.

Supe que tenía que cambiar de táctica, suspiré para aflojar mis facciones y sonreí.

—Negociemos —hablé por fin.

Rau y Berni bufaron a la vez, mi amigo se dirigió a la dueña de casa.

—Cristi, tirá la toalla, no le vas a ganar la partida.

—Ana, no voy a negociar con vos. No conocés este barrio, es peligroso.

Antes de que pudiera replicar, una voz baja y un tanto áspera se escuchó a mis espaldas.

—Cristina, yo la acompaño y la traigo de vuelta a tu casa.

Recordé al hombre que se había abalanzado sobre mí y giré para observarlo, no esperaba lo que ví.

Además de alto y fornido, era asquerosamente hermoso.

La piel oscura, los ojos dorados un tanto celados por los párpados, la mandíbula recia, el pelo negro, corto pero que a la vez permitía ver el crecimiento de las ondulaciones. Todo el conjunto en perfecta armonía con un jean negro y una camisa blanca con rayas horizontales color gris.

Como frutilla del postre, una cicatriz fiera le atravesaba el ojo izquierdo, naciendo en la frente y llegando casi al comienzo del pómulo. Cuando mis ojos llegaron a los suyos, vi como altanero me estaba dejando inspeccionarlo. Juraría que hasta lo estaba disfrutando.

No estaba solo, lo acompañaba otro hombre de un tamaño inferior pero igual de intimidante y de guapo.

—Te agradezco, Danilo, pero Ana es una niña que no conoce límites y este barrio es demasiado peligroso. Su padre me mata si le sucede algo.

La vergüenza que experimenté al escuchar a Cristi llamarme “niña”, mutó a tristeza al comprender que solo se preocupaba por mí como parte de su trabajo.

—Perfecto, Cristina —hablé decidida— como hoy es tu día libre no tenés responsabilidad sobre mí.

Di media vuelta y le pregunté al pequeño Gabriel si sabía regresar a su casa, haciendo oídos sordos a los gritos de Cristina.

Sentí unos pasos pesados detrás nuestro, caminé hasta doblar en la primera esquina y lo esperé para enfrentarlo.

—No necesito un guardaespaldas.

—Si no te gusta que te traten como a una niña, no actúes como tal —disparó sin anestesia.

Reinicié el paso para ocultar la vergüenza de saberme expuesta y la sonrisa que intentó despuntar ante la agilidad de su respuesta. Caminamos en silencio hasta la casa del niño, yo iba cavilando sobre lo que le diría a sus irresponsables padres.

Al llegar, nos encontramos con una vivienda rústica que tenía las puertas rotas, dos piernas bajo un auto delataron la presencia de un hombre.

Mi acompañante pateó la rueda del vehículo para anunciar nuestra presencia, el rodado vibró con el golpe del pie que debía calzar cerca del cuarenta y seis, si es que eso era posible.

—¿No se te ha perdido nada? —elevó la voz.

El padre de Gabriel salió de la guarida dispuesto a dar pelea, hasta que vio a su interlocutor y su semblante se transformó. Sin embargo, no le destinó ni una mirada a su pequeño hijo.

—¡El niño! —se exasperó el gigante al que Cristi había llamado Danilo.

—¡Oh, sí! ¿A dónde se había metido? ¿Hizo algún lío?

—Quedó en medio de una disputa entre bandas —expliqué—. Tuvimos suerte de que esto no pasara a mayores. Es muy pequeño para andar solo en la calle.

—Sí, señorita —sonrió, no le vi ni un diente— Ahora lo meto adentro y le doy una paliza que no se va a olvidar más.

—¡No! —grité abrazándome a Gabriel— Ni un golpe o te denuncio —lo amenacé.

El hombre me destinó una mirada desafiante, muy diferente a la que había usado para dirigirse al gigante, se la sostuve altanera.

—Gabriel andá con tu padre —habló Danilo— y vos —señaló al hombre con desprecio— ya escuchaste. Ni un golpe.

—Chau, Ana —me saludó el niño dejando un beso húmedo en mi mejilla.

—Chau, mi amor —para evitar que lo golpearan le prometí que regresaría con regalos.

En el camino de regreso, Danilo me reprochó la promesa que acababa de hacerle a Gabriel.

—No sé con qué clase de personas te rodeas, pero yo soy una mujer —remarqué y me odié al instante, sobre todo por la comisura de su boca que osó levantarse— de palabra.

—No podés volver sola…

—Escuchame —lo interrumpí y me atrevesé en su camino— nadie me dice qué hacer ni cómo hacerlo ¿Te queda claro?

En un solo movimiento, me acorraló contra la pared. Una de sus manazas la apoyó en el muro al lado de mi rostro y la otra sobre mi cadera, el contactó me quemó.

—Me queda claro que no sabés reconocer el peligro, porque ese infeliz te codició con la mirada. Estoy bastante seguro de que no es la clase de hombre con el que te irías a la cama ¿o me equivoco?

Me dejó muda tanto por lo que me dijo como por su cercanía. Tomé valor y lo empujé con ambas manos, alejándolo de mí.




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