Las palabras de Ana dieron en la diana, estaba haciendo aquello que repudiaba. Tenía muchísimo trabajo pendiente y lo había dejado de lado para corretear a una adolescente. Detuve el primer taxi que vi y me fui directo al Rosas.
Miguel se sorprendió cuando al día siguiente le dije que llegaría al trabajo en mi propio auto. Por lo general, andábamos juntos pero yo quería evitar una nueva emboscada que me desequilibrara. Y si algo hacía la mocosa era hacer tambalear todas mis certezas.
Mi mal humor diario me valió un sermón de parte de Miguel, peleé con mi socio como nunca antes lo había hecho. Atravesamos un par de reuniones en las que debíamos estar los dos y no volvimos a vernos.
El sábado llegué al Rosas alrededor de las seis de la tarde, estacioné al lado del auto de Miguel y aunque sabía que tenía que hablar con él, preferí ir en busca de la compañía de Tamara. La encontré en el salón practicando su rutina, me senté frente a ella para admirarla. La morocha no me defraudó, entre baile y baile, me acercó el whisky que sabía me gustaba disfrutar y cuando quise acordar estaba de rodillas frente a mí con mi hombría en la boca.
Un chillido corto, una exclamación y un insulto llegaron a mí al unísono. Al abrir los ojos, los vi a los tres. Ana, Rau y Miguel nos observaban atentos. Tamara no se detuvo, bien podría haberlos escuchado y disfrutar de la exposición. La detuve tomándola del cabello y escondí mis genitales como pude.
—Podrían haber buscado un lugar más íntimo —me reprochó Miguel que no manejaba los mismos códigos que yo en el sexo.
—Perdón —fue lo único que dije, mirando a Ana a los ojos.
En verdad era la única que me importaba, pero ella solo tenía ojos para Tamara que sin siquiera ponerse colorada volvió sobre la barra de Poledance a seguir practicando, solo cubierta de una finísima tanga que no le había alcanzado a quitar.
Los ojos de Ana, brillantes por las lágrimas me hicieron sentir culpable. Miguel les habló bajito y se fueron del bar.
El domingo, mi socio se presentó en casa temprano, compartimos un café mientras organizábamos la agenda de la semana. Lo vi pendiente del reloj más de una vez.
—¿Tenés una cita? —quise saber.
Asintió.
—Hace poco más de una semana que lo conocés.
—Danilo, no te metas con Rau. Me gusta y lo quiero intentar.
Me toco asentir a mí.
—Ana ¿dijo algo de lo que vio ayer?
—Ni una palabra, fue tan desagradable que la dejaste muda.
—No fue apropósito.
—Tampoco sin querer. Tamara sabía que andábamos por ahí, nos había visto. Yo mismo le pregunté por vos porque Ana te estaba buscando.
—¿Se la presentaste?
—A los dos, quería que los trataran con respeto.
—¿Sabés qué es lo que me quería decir?
—Quería disculparse por la manera en que se había comportado con vos el miércoles.
—¿Quién la entiende? Siempre está a la defensiva.
—¿No te recuerda a alguien? —preguntó Miguel antes de irse.
Y sí, obvio que me recordaba a mí mismo. A la edad de Ana lleno de hormonas alborotadas, soledad y culpa era una bomba de tiempo.
Me lavé los dientes, me arreglé y fui hasta la heladería. Compré un kilo de helado de dulce de leche con nuez y tramontana y me fui hasta la casa de Ana. El mismo hombre, que días atrás le había abierto la puerta a Rau, me dijo que Ana no se encontraba. Fingí creer la mentira y le dejé el helado con una nota.
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Editado: 04.11.2024