Devórame otra vez

24. DANILO

—¿Qué Ana hizo qué? —gritó Miguel preocupado.

—¡Tendrías que haberla visto! ¡Es increíble!

No pude explicarle mucho más porque el guardia que había dejado al cuidado de Ana nos interrumpió, solo al notarle la renguera supe lo que había pasado.

—¡Mierda! —exclamé molesto.

—Jefe —me llamó—, dejó un mensaje para usted —con un movimiento de cabeza le indiqué que hablara— Palabras textuales —explicó temeroso, acabando con mi paciencia— “Decile al maldito gigante del demonio que no me vuelva a subestimar, yo digo que no una sola vez”.

Miguel estalló en una carcajada. Yo no sabía qué hacer, Ana no entendía cuánto me preocupaba su seguridad.

—A las siete te espero en la casa de Ana —le dije a mi socio que seguía sin poder controlarse.

Sabía a dónde debía buscarla.

El tiempo pasaba y mi enojo iba en aumento. Cuando la vi salir, con su mochila al hombro, entendí que si le pasaba algo no me lo perdonaría nunca.

Me bajé del auto y caminé hacia ella, al verme cambió de pose, su cuerpo me alertaba de que estaba lista para una nueva batalla.

No hice caso a su ceño fruncido, la tomé por la cintura y la besé frente a sus compañeros. Ana no demoró en responder con ardor. Me alejé unos centímetros antes de que la necesidad de poseerla nublara mi mente por completo.

—¿Nunca hacés caso, Ana? —pregunté manso.

—¿Vos sí? —respondió con una pregunta que me hizo reír.

—Te voy a llevar a tu casa.

—Te lo agradezco, muero de hambre.

En casa de Ana, fue un alivio enterarme de que Cristina se había tomado la tarde libre.

—Dejó tu cena preparada, Ana —indicó Alfredo que me observaba con suspicacia.

Antes de que Miguel y Rau llegaran la obligué a que me indicara las habitaciones de los tres habitantes permanentes y las zonas de escape que tenía la casona.

A pesar de que le expliqué que iban por mí, no se asustó.

Durante la cena no comí casi nada, mis pensamientos no me otorgaban paz, necesitaba saber quién quería mi cabeza porque poner a Ana en peligro no estaba en mis planes.

—Me voy a quedar a dormir —le advertí a Miguel.

—Te iba a decir lo mismo. Me quedo con Rau, mañana más tranquilos vemos qué medidas tomar.

Miguel se despidió de mí con un apretón de hombro.

Cruzar el umbral del cuarto de Ana fue como atravesar multiversos. El aire se volvía más liviano, mis problemas languidecían y mi pasado ya no era tan denso.

El haz de luz que se colaba por la puerta del baño me indicaba que allí estaba, me quité los zapatos y fui por ella.

Podía ver el contorno de su cuerpo a través de la mampara, me quité el sweater de hilo y la camisa. Desprendí mi cinturón y el jean pero no me lo quité.

Ana deslizó la puerta de vidrio y asomó la cabeza. Sus ojos recorrieron mi torso desnudo, me acerqué y le acaricié los labios mojados. Bajo su atenta mirada terminé de desnudarme y me metí bajo el agua con ella.

Tomé el jabón, lo froté entre mis manos y comencé a conocer su cuerpo. Le arranqué suspiros y g€midos por igual.

La invité a conocer mi cuerpo, guiando sus manos. Se mostraba dócil, sin embargo, no se contentaba con seguir mis indicaciones. Esa rebeldía natural que la habitaba, me enloquecía.

Salí de la ducha, me sequé un poco y luego hice lo mismo con ella. La llevé a su cama entre mis brazos, como la diosa que era para mí.

La deposité para que quedara con las piernas colgando y me arrodillé frente a su sexo. El primer contacto de mi lengua sobre su vulva nos hizo temblar a los dos. Con cada relamida deseaba más y más de Ana, ninguna caricia me bastaba, necesitaba enterrarme en ella.

Me miraba embelesada, como si yo fuera alguien muy preciado para ella. Aunque varias mujeres me habían deseado, en los ojos de ninguna había encontrado aquel sentimiento puro y sincero.

Me ubiqué entre sus piernas, volví a acariciarla con los dedos para asegurarme de que estuviera lista. Gim¡ó despreocupada, moviendo su cuerpo, buscando el placer como lo había hecho en el auto. Quité la mano un tanto desesperado y de un solo movimiento me hundí en su cuerpo.

Sentí todo a la vez.

Lo apretado de su carne, sus uñas clavándose en mi espalda y, lo que fue peor, el grito de dolor en mi oído.

Mi cuerpo se paralizó, en cambio, mi corazón me aturdía con sus tortuosos latidos. Los ojos se me llenaron de lágrimas, acababa de llevarme la virginidad de Ana como una bestia.

Me retiré lento, intentando no lastimarla más. Busqué en su mirada, las respuestas a mis preguntas, ella me esquivaba. Seguí mirando su cuerpo hasta llegar a la vulva, algo de sangre caía por su muslo y también por mi glande.

—¿Te duele mucho? —fue lo único que pregunté.

Movió la cabeza de forma afirmativa, la cubrí con la toalla que había utilizado antes y fui por mi ropa.

—Voy a buscar ayuda.

—No te vayas —suplicó pero yo no fui capaz de quedarme a ver el daño que había provocado.

Golpeé la puerta de la habitación de Cristina, cuando la mujer me vio la confusión pintó sus facciones.

—Ana te necesita —dije y huí como el peor de los cobardes.




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