“Rau, rata traicionera”, le escribí a mi amigo ni bien Danilo se sentó frente a mí. Mi pecho subía y bajaba, demostrando como mi respiración cambiaba por la furia que empezaba a gobernarme.
—¡Andate! —exigí entre dientes.
—Quiero decirte algo importante.
—¡Te odio, maldito gigante! —me puse de pie y me fui.
No quise detenerme a analizar ni un segundo la curiosidad que sentí ante sus palabras. Odio era lo único que podía sentir por Danilo y así iba a seguir.
Subí al colectivo veinte minutos después, no hice más que sentarme que su auto se puso a la par del transporte público y así fuimos hasta que me tocó bajar. Danilo estacionó y esperó por mí en la puerta de mi casa, lo rodeé sin mirarlo ni una vez a los ojos.
—Ana, mañana voy a volver y así va a ser cada día hasta que me escuches.
Cerré la puerta con vehemencia pero al quedar a solas en silencio, me largué a llorar. No entendía por qué los hombres a los que yo quería me lastimaban con tanta crueldad. Mi papá se me vino a la mente, ya había perdido la cuenta de la cantidad de días que llevábamos sin hablar.
Danilo cumplió con su palabra. Si no me estaba esperando a la salida de la escuela, lo encontraba apoyado en el Mercedes cuando salía de entrenar. Los pocos días en que no llegaba a tiempo pasaba por casa a la noche y me dejaba algún presente con Fredi que ya lo había empezado a mirar con buenos ojos. Cristi era una fiel defensora del gigante y Rau no dejaba de lanzarme indirectas para que me sentara a escuchar lo que Danilo tenía para decirme.
Los domingos que fui a trabajar al comedor comunitario, Danilo participó colaborando como uno más durante el desayuno y luego en la preparación del almuerzo. Empezaba a notar que cada vez que ingresaba a un espacio, hombres y mujeres, por igual, levantaban el mentón para observarlo. Imagino que no a todos les causaba el mismo efecto su persona, pero, en general, las expresiones variaban entre el miedo y la admiración.
Una de las veces en que la bailarina vino en su búsqueda, él me encontró observándolos, no pude disimular el fuego que salía de mis ojos. Cuando tuvo la oportunidad se acercó para contarme de qué hablaban.
—Tamara dice que me tenés comiendo de tu mano.
—La envidia la carcome —respondí celosa.
La sonrisa triunfal de Danilo hizo avivar el fuego en mí y le di un pisotón que no esperaba. Sus ojos buscaron en mí una justificación para lo que acababa de hacer, pude leer en ellos, como el gigante empezaba a perder la paciencia.
El lunes a la salida del entrenamiento no encontrarlo me terminó de agriar el carácter. Al llegar a casa, toparme con una bolsa muy bonita alivió mi malestar. Me acerqué curiosa y tomé la tarjeta que estaba a la vista.
“Si sigue pasando el tiempo y no practicás con el auto, vas a perder todo lo aprendido.
Espero verte pronto con mi regalo puesto. No fui por vos hoy porque estoy protegiendo mi integridad física
Tu maldito gigante del demonio.”
Me encontré acariciando su caligrafía como si se tratara de la cicatriz que le atravesaba el ojo. Abrí la bolsa, reconocí al instante la intervención de Rau para elegir la prenda. Una tela color bordó, llena de brillos fue transformándose en un vestido corto de mangas largas, sin nada de escote por delante pero con toda la espalda descubierta. Contuve las ganas de probármelo pero no pude evitar la sonrisa que me acompañó hasta que me fui a dormir. Estaba activando la alarma de mi celular cuando entró un mensaje.
D: No puedo dormir porque la imagen de tu cuerpo con el vestido nuevo me tiene loco ¿Qué has hecho de mí, Ana?
Escribí y borré varias veces, no me decidía. Bajar la guardia no me agradaba pero era lo que estaba sucediendo. Suspiré para sacar la angustia que se acumulaba en mi pecho y dejé el celular en su lugar. El aparato vibró una vez más.
D: Que descanses, mi amor.
Mi corazón se aceleró frente a las últimas dos palabras, dormirme resultó una odisea.
Recién volvimos a vernos el miércoles, cuando al salir de la escuela, esperaba por mí junto a Miguel. Rau y yo caminamos hacia ellos, mi amigo saltó en brazos de su, ya oficial, novio. Yo me limité a saludar al gigante con un simple movimiento de cabeza.
—¿Vamos a almorzar? —preguntó con sus ojos clavados en los míos.
—Solo porque me muero de hambre.
Asintió sonriente.
El restaurante tenía un jardín precioso al que yo le tenía mucho cariño porque había pertenecido a mi familia, se lo comenté a Danilo mientras nos sentábamos. Luego de haber elegido cada uno su almuerzo, me invitó a recorrer el espacio verde.
—Ana —inició la conversación mientras nos alejábamos de nuestros amigos—. No hay nada que pueda decir o hacer que cambie lo que sucedió.
—Lo sé —admití sin mirarlo.
—Solo puedo asegurarte que estoy arrepentido y que deseo enmendar el daño que te hice.
—El mayor problema es que ya no confío en vos.
Su pronunciada nuez, me demostró cuánto le costó pasar el mal trago que significó mi declaración.
—Tengo tiempo, Ana, todo mi tiempo es tuyo.
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Editado: 04.11.2024