El almuerzo junto a Ana fue muy entretenido, es muy ocurrente y con Rau conforman un gran dúo.
Se había sentado a mi lado, cuando la moza vino en busca de los platos vacíos, ella apoyó las manos sobre sus cuádriceps. Sentí un intenso deseo de tocarla, busqué su mano con la mía. Ana que reía con Miguel y Rau, giró el rostro hacia mí, demasiado seria.
—Perdón —expresé retirando mi mano.
Aceptó mi disculpa con un movimiento de cabeza, me dolió que alejara su mano de mí.
De postre eligió un brownie con nueces y helado de crema americana. Verla comer con tanta tranquilidad, disfrutando de cada bocado era un placer. Cada tanto, Miguel que estaba ubicado frente a mí, me pateaba por debajo de la mesa para que dejara de mirarla como un depredador. Era imposible para mí sacarle los ojos de encima, como también me fue inevitable exitarme cuando restos de la crema helada quedaron en la comisura de su boca y ella lo barrió con la lengua. La intensidad de mi mirada la atrajo y volví a incomodarla, se avergonzó. La culpa aterrizó en mi pecho cuando apoyó la cuchara sobre el plato, que todavía contenía postre, y lo alejó de ella.
Esperé unos segundos y me puse de pie, me excusé apoyándome en mi creciente adicción al cigarrillo. No esperaba que saliera detrás mío, tomó el cigarrillo que todavía no prendía y lo devolvió al paquete. Abrió la boca para hablar, no llegó a decir nada porque algo llamó su atención. Seguí la línea de su mirada hasta dar con una familia que venía en nuestra dirección. Ana me sorprendió al darse vuelta y esconder su rostro en mi pecho, la abracé, imitando su gesto, porque pude comprender que algo no estaba bien.
La repentina aparición de Rau, con el rostro tan afligido como el de Ana me confundió un poco más.
—Ana —la llamó. —Ella no respondió ni salió del escondite que era mi cuerpo. El muchacho se pegó a su espalda y nos abrazó a los dos—. Yo siempre voy a estar, siempre, siempre. —prometió.
Las palabras de Rau liberaron la angustia de Ana que lloró hasta empaparme la camisa.
—Voy por el auto —anunció Miguel.
Recién nos separamos cuando nos tocó subirnos al vehículo. Aunque le pregunté a Rau mediante señas, qué sucedía, él no dijo nada.
—¿Vamos a tu casa, Ana? —preguntó Miguel.
—¡No! —expresó gangosa.
—Llevanos a mi casa.
—¿A tu casa? —se sorprendió Miguel, nuestras miradas se cruzaron en el espejo retrovisor—. A tu casa—repitió sonriente.
La reacción de mi amigo era natural, a mi departamento no entraba nadie. Incluso él había ido contadas veces y ambos vivíamos en la misma torre.
Miguel estacionó el auto en su cochera y subimos juntos hasta el séptimo piso. Mi amigo intentó persuadir a Rau para que nos dejara a solas pero el muchacho no se separaba de Ana.
—¿Seguro que vas a estar bien con tanta gente invadiendo tu casa? —preguntó disimuladamente cuando bajamos del ascensor.
Asentí, solo podía pensar en Ana.
Entrar en mi departamento la ayudó a dejar de llorar. Me invadió la ternura al verla abrir curiosos sus ojos enrojecidos por el llanto.
—¿Querés lavarte la cara?
—Sí.
De la mano la guié hasta el baño que estaba dentro de mi habitación.
—Todo está tan limpio y ordenado, no quiero arruinar nada.
—”Está tan limpio y ordenado” —repetí sus palabras— porque solo vengo a dormir y a veces ni eso. Quizá te gustaría darle un poco de vida a este lugar.
No hizo ningún comentario ni siquiera un gesto que me ayudara a descifrar qué pensaba. La esperé, sentado sobre el borde de mi cama. Al salir se quedó de pie bajo el dintel, observándome.
—Ana, decí algo, por favor. ¿A quién viste en el restaurante?
—A mi papá —me dejó mudo— tiene otra familia —continuó, afirmando sus pensamientos.
—No saques conclusiones, Ana. Llamalo y hablá con él.
Tomó su teléfono y lo puso en alta voz, después de sonar un par de veces, el hombre atendió.
—Pa ¿cuándo volvés de Japón? —preguntó sin siquiera saludar.
—Ana Paula, sabés que estoy ocupado.
—¿Llevás la cuenta de la cantidad de días que llevás sin verme? Porque yo la perdí.
—Sí, hija, lo sé.
—¿Por qué no me querés, papá?
La calma y la aceptación con que hizo la pregunta me partieron el alma. Recordé lo que había dicho antes del almuerzo, “yo quiero a alguien que quiera y pueda quedarse”.
El padre de Ana chasqueó la lengua antes de responder.
—Te amo, Ana Paula, como amé a tu madre con todo mi ser.
—Entonces ¿por qué no podés estar conmigo? ¿Me culpas por su muerte?
—¿Por qué haría algo así? —La voz del padre de Ana me era terriblemente familiar.
—Porque si yo no hubiera nacido, ella estaría viva.
—Ana Paula —la interrumpió— fue tu nacimiento el momento más feliz de nuestra vida.
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Editado: 04.11.2024