Danilo y Miguel se fueron a trabajar, Rau quiso quedarse conmigo pero yo necesitaba un momento a solas. Aunque mi amigo se quejó y hasta le puso las quejas a Danilo, no le quedó otra que aceptar mi decisión.
Cuando todos se fueron, me permití observar en detalle el espacio que me rodeaba. El departamento de Danilo tenía escasos muebles, los espacios limpios y ordenados variaban los colores entre el blanco de las paredes, el negro de los muebles y algún que otro gris entre adornos y almohadones. Ingresé a su vestidor ansiosa por saber qué encontraría. El perfume que él usaba a diario me envolvió, su ropa ordenada al igual que el resto de la casa, rozando la obsesión, mantenía los tres tristes y fríos colores de las salas.
Me tomé con un enorme espejo, al verme reflejada en él, vi en mi rostro las marcas que el llanto había impreso.
Estaba horrible.
El uniforme de la escuela me hacía sentir una niñita tonta. Me pregunté qué hacía allí, en la casa de un hombre con tantos o más problemas emocionales que yo. La única respuesta que encontré fue el sentimiento que sabía crecía día a día por él.
—¡TONTA! —me grité a mi misma antes de abandonar el vestidor.
Me tiré a llorar sobre el impoluto cubrecama de Danilo hasta quedarme dormida.
Unas horas después me despertó el sonido de mi celular que no paraba de sonar, tenía llamados de mi padre, de Cristi, mensajes de Rau y de Danilo. Respondí los mensajes y apagué el teléfono. Fui hasta la cocina, tomé una manzana que corté en cubos y un vaso de jugo de naranjas, me senté frente al tele y lo prendí en el canal de música.
Cuando terminé de merendar me fui directo a la ducha. Envuelto en un toallón volví al vestidor de Danilo, cuidando de no enfrentarme al espejo una vez más. Tomé una remera y un short con cordones para poder ajustarlo a mi cintura, todo me quedaba enorme. Con la toalla como un turbante cubriendo mi cabello me senté en el piso. Ubiqué mis útiles sobre la pequeña mesa frente a la tele y resolví los deberes para el día siguiente.
Danilo abrió la puerta en el momento en que, tomándome un descanso, bailaba al ritmo de “Baby”, la canción de Justin Bieber. La sorpresa se evidenció en su rostro y la sonrisa que se le dibujó me animaron a invitarlo a bailar conmigo. Al instante siguiente, la sorprendida fui yo, al comprobar que sin nada de timidez y con mucha destreza para un hombre de su tamaño, bailaba a la par mío, divirtiéndose.
Lamenté cuando la canción llegó a su fin, frente a frente, agitados nos contemplamos esperando que el otro tuviera el valor de iniciar lo que ambos deseábamos.
Danilo tomó mi mano y me hizo girar sobre mí misma.
—Todo lo que te ponés te queda queda para el infarto, diosa del Olimpo —remató en mi oído.
—¿Qué traías en las bolsas? —cambié de tema porque me asustó como el deseo invadió mi mente.
—La cena —se alejó en busca de los paquetes que habían quedado sobre la barra de la cocina.
—Pensé que ibas a llegar más tarde.
—Es la primera vez desde que compré el departamento que deseo terminar de trabajar para volver, no voy a desaprovechar la oportunidad.
—¿No te gusta tu departamento?
—Sí.
—¿Entonces?
—No había ningún motivo para querer regresar.
Asentí, bien sabía yo lo que era la soledad.
—¿Querés cenar ahora?
—Me voy a dar una ducha.
—Intenté dejar todo en su lugar
—Ana, estás en tu casa —me recordó antes de perderse en su habitación.
Disponía sobre la barra que hacía de mesa, todo lo que necesitábamos para la cena, cuando Danilo apareció. Con el cabello húmedo, una remera blanca, un short similar al mío y los pies descalzos era una invitación al pecado.
—¿Te gusta lo que ves? —preguntó sin rastros de soberbia en su voz.
—Sos hermoso y lo sabés.
—Ana, lo único que sé es que quiero que me digas qué vez cuando me mirás.
—Vamos a cenar —ordené, cortando la conversación que sabía a dónde nos llevaba y yo no estaba lista para volver a intentarlo.
Mientras Danilo lavaba los platos me preguntó por qué había apagado mi teléfono.
—No quiero hablar con nadie.
—¿Con Cristina tampoco?
—No
—¿No le vas a decir a dónde estás?
—No.
—¿Por qué?
—Porque no quiero que se lo diga a mi papá.
No supe qué pensaba de mi actuar, no preguntó más nada de mi papá o de Cristi.
—¿A qué hora entrás al colegio?
—No voy a ir.
—¿Cuáles son tus planes, Ana?
—Me voy a tomar unos días hasta retomar mi rutina.
—¿Querés que vaya a tu casa por algunas de tus pertenencias?
Se me llenaron los ojos de lágrimas al comprender que no tenía nada.
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Editado: 04.11.2024