El último beso de Ana, sorpresivo, descarado y carnal me había dejado la excitación descontrolada. Si a eso le sumamos que pasé buena parte de la mañana reorganizando la seguridad de los cuatros bares y del restaurante, discutiendo con Miguel cada media hora porque no lográbamos ponernos de acuerdo, mi humor iba de mal en peor.
Mi amigo tiró las hojas sobre su escritorio.
—¡Te vas! —me echó— ¡Estás insoportable!
—No hemos terminado.
—Si todo lo que te propongo te parece una porquería ¿Cómo crees que podemos trabajar así?
Completamente frustrado me puse en pie y me dirigí hacia mi oficina. Busqué entre los contactos de mi teléfono a la causante de mi frustración, todavía mantenía el celular apagado. Mediante un mensaje le pedí a Miguel el número de Rau, quien me atendió de inmediato.
—Pasame con Ana —ordené.
—¡Buenos días, Danilo! —me saludó para remarcar mi falta de educación. Imagino que alejó un poco el teléfono, porque su voz se escuchó lejana cuando le habló a Ana— Pedro Picapiedras quiere comunicarse con vos —escuchar la risa de ella me apaciguó.
—¿Hola?
—Prendé tu teléfono, no quiero tener que llamar a Rau cuando necesito comunicarme con vos.
—No lo voy a encender —la terquedad de Ana, en ocasiones, me fastidiaba— no quiero que nadie me moleste.
—¿Y cómo hago para hablarte cuando no estoy en casa?
—Danilo, ¿qué necesitás? Ahora mismo estás hablando conmigo, dejá de quejarte.
—¿Qué necesito? ¿De verdad no sabés lo que necesito, mocosa?
—Dame un segundo que consulto con la bola de cristal, gigante.
—Necesito que me digas cómo lidiar con todo esto que me provocás. Estoy enojado, Ana. No hago nada bien, no dejo de pensar en vos. ¡Yo no soy así!
El silencio del otro lado de la línea, fue inesperado. ¿En qué momento se me había ocurrido hacer semejante declaración?
—¡Mierda, Ana! ¿No vas a decir nada?
—Para mí también es todo nuevo, Danilo.
—Buenísimo, nos vemos más tarde.
Si no hubiera estado dentro de mi oficina, hubiera liberado un grito para aliviar mi frustración. Me saqué el sweater porque me incomodaba, desprendí algunos botones de mi camisa y me metí al baño a mojarme la cara con agua helada.
De mala manera desprendí mi cinturón, liberé mi pene que despertó de inmediato al recordar la forma en que me miraba Ana, desde la cama, por la mañana. Empecé un suave movimiento que intensifiqué al ir recordando su cuerpo, su calor y su humedad.
—¿Por qué no me pediste ayuda? —me interrumpió Tamara, abrazándome desde atrás.
La inoportuna intrusa me llevó a lanzar un puñetazo contra la pared. Molesto, incómodo y humillado al haber sido descubierto acomodé mi pantalón rápidamente. Mientras intentaba prender los botones, todavía de espaldas, sentí como su mirada me quemaba.
—¿En serio, Danilo?
—En serio ¿qué? ¿Acaso no viste la puerta cerrada?
—¿Cuándo he tenido prohibido el paso? No entiendo nada, sabés que puedo aliviarte. ¿Por qué te cubrís como si nunca te hubiera visto desnudo?
—Porque lo que una vez compartimos quedó en el pasado.
—¿Por la niñita? —preguntó incrédula.
—Porque yo lo digo —respondí arrepentido de haber dado explicaciones.
—Antes no hubieras dudado en usar mi cuerpo para aliviarte.
—Antes —repetí y salí del baño fingiendo desinterés frente a su última frase.
En el pasado, en varias oportunidades, Miguel mencionó que Tamara albergaba algún tipo de sentimiento por mí. Yo nunca lo había notado, nuestro único vínculo siempre había incluído dinero de por medio, pero esa última frase había sido un claro reproche.
—Danilo, no quiero ser dura pero siempre he sido franca con vos. Por más caliente que estés, ella es una niñita y se nota que tiene una vida muy diferente a la nuestra.
—Tamara —la detuve— no me interesa tu opinión.
—Porque sabés que tengo razón. Te va a dejar apenas se entere de tu pasado ni hablar de tu vida dentro de este lugar y vas a volver a buscarme, Danilo.
—Y seguro vos vas a saber cobrarme muy bien el desplante. Ahora andate.
Impaciente la tomé del brazo y la saqué de mi oficina.
Maldiciendo mi puta suerte, busqué una botella de agua de mi heladera y me tiré en el sillón. No pasó mucho tiempo hasta que alguien golpeó mi puerta.
—¡Estoy ocupado! —grité exasperado.
La puerta, igualmente, se abrió, antes de pegar otro grito alcancé a ver los ojos verdes de Ana que se asomaban. De repente manso, esperé por ella sentado en mi lugar. Ana ingresó, cerró con traba la puerta y se acercó a mi escritorio para depositar las bolsas que cargaba. El movimiento de las tablas de su falda me hipnotizó. Caminando hacia mí, notó mi concentración en su ropa.
—No tenía nada más para ponerme.
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Editado: 04.11.2024