Devórame otra vez

40. DANILO

Recordar los juegos con Dante y todas las veces que hicimos alguna locura fue maravilloso porque por primera vez no sentí dolor, sino alegría y muchísimo amor. Toda esa magia se la debía a Ana, junto a ella todo cobraba sentido.

Rau, Miguel y Bernarda salieron a esperar a la vereda, yo aproveché a escabullirme para escuchar la conversación de Ana y Cristina, necesitaba con urgencia recabar información sobre su padre.

Se me nubló el pensamiento cuando Ana le dijo que regresaría a su casa, no quería que se fuera de mi lado. Qué le agradeciera por haber cuidado de mí, me hizo entender la nobleza de su corazón, enamorándome más. A lo largo de la charla comprendí cuánto le importaba la opinión de su padre, aunque quisiera negarlo. Con el silencio de Cristina, al escuchar de boca de mi novia sobre la familia de Alejandro, entendí que la mujer sabía para quién trabajaba. A la mención de Tamara me sentí un boludo, era el único que no se había dado cuenta de la verdad.

—¡Es una conversación privada! —habló, en voz baja, Miguel.

—¡Shhh! —lo callé molesto por la interrupción.

Ana y Cristina salieron de la cocina y casi chocan con nosotros. Mi novia, con su ya conocida rapidez metal, levantó una ceja esperando una respuesta.

—Vinimos a buscarte, Ana. Tu gigante no aguantaba ni un segundo más sin vos.

Asintió para nada convencida, tuve suerte de que ni durante el camino ni en casa volviera sobre el tema.

Salió de la ducha con una energía, notablemente, melancólica, envuelta en el toallón empujó con cierto desprecio el uniforme de la escuela. Habíamos pasado por él cuando salimos del hogar de Cristina.

Me moría por saber qué pasaba por su cabeza pero temía que me dijera que pensaba irse. Para evitar enfrentarla, me senté en el balcón con una vaso de whisky y un cigarrillo, dejé la luz apagada, necesitaba un poco de calma. Ana apareció, casi media hora después, envuelta en una manta.

—Hace frío para que salgas descalza —la reprendí.

—¿Y vos no me pensás dar calor? Recuerdo que dijiste que podíamos hacerlo acá por la noche. —Avanzó hacia mí, coqueta— ¿Querés ver el nuevo pijama que me eligió Rau?

Asentí, con los ojos prendados a los de ella. Se ubicó frente a mí y extendiendo sus brazos, dejó al descubierto su joven cuerpo cubierto por un pequeño camisón con breteles, que apenas le cubría la cola. Los pezones se marcaban perfectos por el efecto del frío y las extensas y torneadas piernas me tentaban para que las acariciara. Sin soltar la manta terminó de acercarse, subiéndose sobre mí.

La suave tela cedía obediente a mis intentos por quitarla hasta llegar a su piel. Ana se elevó lo necesario para permitirme liberar mi erección y me hundió en su carne gobernando mi razón. Soltó la manta para librarse de ella pero gracias a mis rápidos reflejos la agarré antes de que cayera al suelo, seguí cubriendo su cuerpo. No quería correr el riesgo de que alguien la viera o la grabara. Explotamos juntos en un nuevo goce sin precedentes, Ana se prendió a mi cuello con una rudeza innecesaria. La tensión de su cuerpo cedió cuando por causa de mis caricias en la espalda, liberó el llanto que intentaba contener.

—Hemos tenido un fin de semana muy intenso, tranquila. Confía en mí, contame qué es lo que pasa.

—No quiero que se acabe, no quiero tener que ir a la escuela, ni quiero volver a mi casa.

—Dejá que este fin de semana termine en paz, te aseguro que vamos a compartir muchos más. A la escuela tenés que ir, no queda otra pero a tu casa no tenés que volver si no querés. —Dejó su escondite para verme a los ojos, la desconfianza brillaba en los suyos—. Acá tenés un lugar para vos, solo tenés que decidirte a ocuparlo.

—Gracias —articuló en un susurro.

Por la mañana, me levanté más temprano que ella para prepararle el desayuno. Tan callada y pensativa estuvo, incluso en el auto de Miguel, que dejarla en la escuela fue un duro desafío. Prometí pasarla a buscar a la salida y hasta le dejé mis llaves del departamento por si me surgía algún contratiempo.

Miguel me iba poniendo al día sobre lo sucedido en mi ausencia cuando tres autos nos interceptaron, obligándonos a frenar en seco.

—¡Mirá qué bienvenida te da tu suegro! —se burló mi amigo mientras desenfundaba su revólver.

Ninguno de los dos se bajó del auto, esperamos quietos a que ellos se acercaran. Un rostro conocido vino hacia nosotros, el mismo hombre que años atrás nos había dado la oportunidad de trabajar para el gran jefe. Golpeó el vidrio de mi ventanilla, la bajé a la mitad para poder escucharlo.

—¿Olvidaste que el día en que te cedieron “The Garden”, te advertí que no se metieran en nuestro camino?

—No.

—Omar no cree lo mismo. Vengo a llevarte con él, quiere verte.

—Omar o ¿Alejandro? —me arriesgué a preguntar sin inmutarme.

—¡Callate la boca! — el tono sarcástico olvidado— Bajate que le tocaste los huevos al jefe y quiere tu cabeza.

—Te seguimos, Mario —habló Miguel.

—Las siamesas se van a tener que separar, vos por ahora no nos servís —respondió.

—Volvé por Ana, no la dejes sola —le pedí a Miguel mientras me quitaba el cinturón.




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