—Mariana, si derramas otra taza, te juro que serás el próximo plato de nuestro menú —la voz de Evdokía retumba como si en vez de un café americano acabara de volcar un cubo de cemento en el suelo del restaurante.
Pero en este momento eso no me preocupa demasiado. Estoy mirando cómo mi exnovio camina del brazo con su nueva novia, mientras nuestra administradora les enseña la terraza. Lo último que quiero es que Stas me vea trabajando de camarera.
La mancha de café se extiende por mi camisa blanca, volviendo este día aún más miserable.
—Con ese aspecto no puedes atender a los clientes. ¿Tienes algo para cambiarte?
—No —mi voz suena como un chillido. Temiendo encontrarme con mi ex, me atrevo a insinuar—: Quizá hoy tenga un día libre… no planeado.
—¡Nada de días libres! Ya nos faltan camareros. Ven conmigo, algo se nos ocurrirá.
Asiento dócilmente y sigo a la dueña del restaurante donde trabajo. Lo principal es desaparecer del salón antes de que mi ex me vea.
Evdokía me conduce hasta su despacho. Abre un armario y saca de allí una blusa. La estira y me la tiende.
—Toma, ponte esto. No es lo que deberían llevar los camareros, pero mejor así que con la camisa manchada.
Miro la prenda: botones dorados tan grandes que se verían desde el espacio, mangas anchas como alas de murciélago y estampado de leopardo. ¡De leopardo! Claro que Evdokía es una mujer extravagante de edad indefinida, pero esto parece demasiado incluso para ella. Dicen que ronda los sesenta, aunque gracias a los retoques estéticos no tiene una sola arruga en el rostro. Siempre en tacones, vestida con marcas carísimas y con su cabello rojo intenso, es para muchos un ideal de belleza.
No me atrevo a tocar ese grito de la moda y frunzo el ceño:
—¿Quiere que atienda a los clientes del restaurante vestida con esto?
—¿Y qué tiene de malo? ¡Es muy moderno! —Evdokía prácticamente me mete la blusa en las manos—. Dentro de poco llegará el constructor, Andrés. Quiero abrir otro restaurante en la ciudad y debo firmar el contrato con él. Cuando aparezca, acompáñalo a mi despacho.
Asiento y voy a cambiarme. En el vestuario me miro en el espejo y casi me echo a reír. La blusa me queda enorme y no me favorece en absoluto. Imagino al constructor, un señor serio, canoso y con maletín, mirándome así… pensará que ha entrado en un safari y sacará la escopeta.
Salgo al salón con timidez, deseando que mi ex ya se haya marchado. Muero de ganas de preguntarle todo a Yulia, nuestra administradora y, además, mi amiga. Fue ella quien me consiguió este trabajo “temporal”, que terminó siendo fijo.
A mis espaldas escucho voces. Al salón entran Yulia, mi ex y su novia. ¡No, no, no! No puede descubrir que trabajo aquí de camarera. El corazón se me sube a la garganta y mis piernas me llevan solas hasta el guardarropa. Con un chirrido abro una de las puertas y meto la cabeza entre un abrigo ajeno de plumas y una gabardina de cuero.
Me cuesta respirar: huele a naftalina y a perfume “de señor elegante”. El cuello peludo de la chaqueta me hace cosquillas en la nariz. Cruzo los dedos y ruego que él no me vea.
Y entonces, como una sentencia, escucho tras de mí una voz muy familiar:
—¿Mariana? ¿No estarás escondiéndote de mí en un armario?
Siento arder mis mejillas; seguro que estoy roja como un tomate. Me doy la vuelta y me encuentro con la mirada de mi exnovio.
—¿Stas? —rio nerviosa, fingiendo sorpresa—. No te había visto. Estoy… comprobando la calidad del servicio de guardarropa.
Su rostro irradia autosuficiencia. A su lado, una chica con maquillaje impecable y un anillo de diamantes que brilla como un pequeño sol. Su melena cae en rizos perfectos sobre los hombros, y sus ojos azules resplandecen de felicidad.
Dentro de mí reina una amarga sensación de derrota, mezclada con el deseo de demostrar que valgo algo.
Él me recorre con la mirada, desdeñoso:
—¿Sigues de recadera? Por cierto, te presento a Tonya, mi futura esposa. Planeamos celebrar la boda en este restaurante. Espero que atiendas bien a nuestros invitados.
—No, en realidad no soy camarera. Soy la dueña de este restaurante —miento descaradamente.
—¿De veras? —Stas sonríe con sorna, y está claro que no me cree.
—Claro. Los camareros no van por ahí con camisas de leopardo. Ahora tengo restaurante, y aquel coche… —señalo un todoterreno aparcado afuera.
Parece que el destino quiere rematarme, porque en ese momento un hombre baja del vehículo. Veo la pregunta muda en los ojos de mi ex y me apresuro a dar una explicación:
—Es que ese coche lo trajo mi prometido.
Contengo el aliento, impotente, mientras el desconocido entra en el restaurante.
Stas entrecierra los ojos con aire depredador y se dirige al hombre:
—¡Andrés! Qué sorpresa. Mi exnovia acaba de decir que es la dueña del restaurante… y tu prometida.
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