Es una tarde cálida y de alguna manera tranquila. Un día como cualquier otro, y todo tiene que transcurrir normal, o eso se supone. El sonido de la televisión llega a mis oídos desde la sala, pues mis hijos ven una película de superhéroes, y sonrió a medias, cuando los escucho debatir si el capitán América es más fuerte que Iroman. Me gusta que su mundo permanezca sencillo.
Yo, llevo diez minutos en el baño, no me he movido de en frente del espejo. Tengo que bañarme y prepararme para dormir. El día ha resultado… ¿Agotador? No, esa es una palabra demasiado común. El término que busco aún no llega a mi mente, porque, ni siquiera ‘desesperante’ se le adecua.
Llega el momento en que una sencilla ducha se convierte en una escena de terror. Desnudo mi cuerpo, ralentizando el momento. Se que va a doler. Mi cuerpo está cundido de lesiones; unas en carne viva y otras cubiertas con escamas plateadas. No me sirve imaginar que soy un ser sobrenatural que tiene alguna especie de poder, como sucede siempre en mis libros, es más, dudo que como en los libros, quizá mi historia tenga un final feliz, después de todo mi mal es crónico y no se que me depare el futuro. Espero que menos de todo esto o por algún milagro, se haga soportable, pero esa es otra idea con la que difiero. Siento que no soy yo; me veo al espejo y no soy yo. Ni siquiera mis ojos brillan con alguna emoción. Tuve que rapar mi cabello, porque no lo soportaba, además de que me sentía sucia con todas las escamas cayendo sin control, y mi cara luce lastimada, dolida; no solo por la afectación, sino por el gesto en mi rostro que es solo dolor.
El agua choca contra mi piel de manera cruel y maliciosa. Ahogo el primer grito, pero los demás, así se quedan, ahogados, porque el aire en mis pulmones se niega a cooperar. Reviso que sea agua lo que realmente me baña y no ácido. El baño no me purifica, solo me duele hasta el centro de los huesos. Lloro sin llorar; siento que cada grieta en mi cuerpo se abre y expone en carne viva. Pienso en que no puedo más, no voy a soportarlo, pero aún así lavo mi cuerpo con tal delicadeza, como si se tratara de un ser tan frágil e indefenso que se rompe con la mínima caricia, y no lo hago por amor, sino por miedo de que duela más.
Cuando todo concluye, todavía no puedo salir de la regadera, porque no logro moverme. Tiemblo de manera incontrolable, esperando que el ardor —el cual también se incrusta en mi corazón, convirtiéndose en enojo por mi situación actual—, se disipe. Que el dolor —que se profundiza hasta mi corazón y fluye en lágrimas —, mengüe, y la comezón —esa que se eleva hasta mi boca conteniendo improperios— se calme.
Pero ahí no termina. Tengo que secarme. Es algo que tampoco quiero hacer, pero me mecanizo para llevar a cabo la tarea. Luego, vienen las cremas y suspiro para completar un exhaustivo ritual, dónde tres diferentes fórmulas se dividen para diferentes secciones de mi cuerpo. Esta vez la crisis es más fuerte. No hay zona de mi cuerpo que se salve, aunque mi cara es la menos afectada. Las cremas son el bálsamo y la esperanza, aunque no las aplico generosamente, porque se acabarían más rápido y no quiero mermar los bolsos de quienes con tal de verme bien, las ponen en mis manos.
Ayer, alguien me dijo que una amiga suya, la cual sufre el mismo mal que yo, consultó a un excelente doctor naturista y se curó de la psoriasis. Otra persona me aconsejó estar tranquila, no tener estrés, meditar, quizá.
“Toma este té”, “usa este remedio milagroso”, “llévatela tranquila”. Y el peor consejo del mundo: “no te rasques”.
Yo solo agradezco, sabiendo que ya tomé el té y busqué cientos de recetas curativas. Que no puedo decirle a mis nervios que se aquieten y a mi estrés que se detenga. Que la comezón me supera y es por instinto que me rasco, aunque a veces me abra las heridas y sangren. Que más da, no responder que está afección solo se controla, pero no se quita. Es algo que jamás entenderán.
Muchas veces estoy tan alterada que tartamudeo y se me caen las cosas. No soporto la ropa y dormir es un suplicio; tanto que tengo que tomar medicamentos que me tienen en un estado somnoliento para poder sobrellevar el tiempo.
Pienso en todo esto, mientras me visto con cuidado. Ya no me miro en el espejo, no tengo fuerzas y solo me sostengo de la pared para levantar un pie a la vez y ponerme la ropa interior, con tanto cuidado para que no roce mis lesiones. Todavía hay resquicios de los temblores, pero siento que lo peor va pasando. No es que se quite el dolor, comezón y ardores, pero ya no siento la piel en carne viva. Ya estoy recuperando mis funciones y el aire ingrato, comienza a fluir de manera natural y no forzada.
La ropa de dormir es ligera. Solo mis pantys y una blusa a la que arranqué las mangas y le abrí el cuello para que no lastimara la lesión mas grande en mi pecho, que parece una quemada enorme. No me gusta esta ropa, mejor dormir desnuda, quizá, pero la idea me repele. Es difícil que me miren.
Ya aprendí a reconocer las miradas. Hay empáticas, de rechazo, acoso, asco, las que repelen, las que se asustan, las que se burlan y las de lastima. Las que parecen decir: “Aléjate que me vas a contagiar”, esas podrían ser las miradas ignorantes.
Mi mal no es contagioso.
Mi esposo me dice: hermosa, me mira con amor y eso también duele, porque no me siento hermosa para él; porque aunque las lesiones desaparezcan siempre quedan las marcas como recordatorio, pero las prefiero; prefiero ver manchas negras en mi piel, que sentirme como me siento. No quiero exponerme ni a quien me ama, mucho menos a los demás.
¿Qué siente mi compañero cuando me besa?, ¿Cuándo besa a esta que soy; lastimada, herida, enojada, acomplejada?, ¿Cómo se sienten mis hijos, al ver que la mamá que dicen es la más hermosa del mundo, no lo es?, ¿Cómo ser quienes ellos necesitan? No lo sé y no imagino las respuestas a esas preguntas. Solo necesito seguir. Y no sé cómo hacerlo; esa es la pregunta más resonante: ¿Cómo seguir? Los ruidos afuera del baño me dan la respuesta, con la risa de mis hijos y el traqueteo en la cocina producido por mi esposo.
Entonces, me decido y abro la puerta, pero antes practico mi sonrisa y ensayo mi seguridad; tomo respiraciones, me encomiendo a Dios y mi mente despierta, igualándome a uno de los personajes de mis libros, otra vez. Una heroína capaz de sortear las crueles adversidades. Imaginando que mis llagas son fuente de poder. ¿Hago mal en evadir mi realidad? Por el momento es más seguro estar en un lugar sano. Quizá mi imaginación aterrice alguna vez en la realidad y logre, al igual que mis personajes, vencer y ser más fuerte cada vez.
Cada vez…